Paysandú, Viernes 11 de Julio de 2008
Opinion | 08 Jul El gobierno argentino ha obtenido una victoria pírrica, aunque aún falta una instancia parlamentaria en el Senado, en el largo conflicto que mantiene con los agricultores por las retenciones que aplica a las exportaciones del agro, desde que no solo no se ha asegurado el fin del conflicto con su intransigencia en procura de recursos, sino que está socavando las bases de la hasta hace poco pujante —aunque con serios problemas de sustentabilidad— economía.
Al aprobarse el proyecto oficialista para obtener recursos que permitan sostener tan complejo como suicida sistema de subsidios en el que se apoya esa economía, se mantienen detracciones que implican sustraer —la palabra no es exagerada— recursos que genera el campo para solventar los gastos del aparato estatal y el funcionamiento del gobierno. El punto es que Argentina exporta a mayor precio que el que vende los mismos productos en su mercado interno, lo que ocurre también con energéticos como el gas natural y el petróleo, y así ha generado un esquema artificial de precios que se puede derrumbar tan pronto las circunstancias determinen que se deba sincerar alguno de los sectores a los que se aplica este esquema irracional.
Los conflictos, por lo tanto, están a la orden del día cuando se mete la mano en el bolsillo de los que producen la riqueza, sobre todo porque una cosa es un impuesto razonable y otra muy distinta que la demanda de recursos llegue al extremo de presionar para que se saque el 50% del valor de exportación a quienes producen, los que con esa mitad deben hacer frente al pago de insumos, impuestos y otros costos de producción.
Es decir, que por simple sentido común no se debería tirar más de la piola, pero el gobierno de los Kirchner tiene muchos compromisos que atender y para ello se ha arriesgado más de lo aconsejable.
Los primeros que han detectado que se va por mal camino son los operadores económicos, y de ello da cuenta el matutino bonaerense «La Nación», al señalar que el prolongado conflicto entre el gobierno y el agro, y la fuerte incertidumbre que agregó a la economía argentina, agudizó la tendencia a la salida de capitales que ya se manifestaba en ese país desde la segunda mitad de 2007. Entre los últimos días de marzo y fines de junio salieron entre 8.000 y 9.000 millones de dólares, por lo que «el país resignó la posibilidad de sumar más recursos para asegurar su crecimiento en momentos en que la continuidad del proceso de expansión de la actividad económica abierto desde mediados de 2002 más necesita del aporte de capitales».
Así, la Argentina ha retomado en los últimos meses su condición de país exportador de divisas, y reforzado su Producto Bruto Interno en el exterior a través de grandes depósitos en cuentas extranjeras por desconfianza en el propio país.
Y no es para menos, desde que la aceleración de la salida de esta corriente de capitales se debe a las renovadas tensiones que muestran la economía y el clima anti negocios que se impuso en los últimos meses.
La presión tributaria sobre el agro, igualmente, dio lugar en años anteriores a inversiones en otros países, sobre todo en Uruguay, donde argentinos han comprado y arrendado centenares de miles de hectáreas para producir materia prima como la soja, al amparo de un esquema tributario que no penaliza las exportaciones en la medida en que lo hace la República Argentina.
En el pecado está la penitencia, sentencia el refrán y nuestros hermanos de allende el Plata, mejor dicho sus gobiernos, han actuado como si fuera posible sostener eternamente una mentira, como es el caso de los precios internos mantenidos por debajo de su valor real con recursos extraídos a los que producen e invierten. Las consecuencias son que ni siquiera el alto valor de la materia prima en el mercado internacional alcanza para disimular que es imposible aislarse de los precios internacionales, salvo que se cuente con un río de dinero que se pueda malgastar para sostener un esquema socioeconómico sometido a cada vez mayor presión por factores internos y externos.
El actual gobierno sigue sin asumirlo, pues no acepta el desafío de pagar el precio político de ir desmantelando de a poco ese andamiaje para quedar más o menos a salvo del trauma que conlleva el derrumbe. Cuando las tensiones resulten insostenibles va a ser muy tarde para ensayar soluciones.
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