Paysandú, Lunes 21 de Julio de 2008
Opinion | 14 Jul La desagradable sorpresa que muchos ciudadanos se han llevado en los últimos días al concurrir a los mostradores de la Dirección General Impositiva para «enterarse» del saldo de su liquidación para el segundo semestre de 2007 del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF), da para reflexionar acerca de cuán dificil resulta «aterrizar» los voluntarismos a la hora de encontrar los recursos para financiarlos.
Según datos preliminares, más del noventa por ciento de quienes deben presentarse ante la DGI se encuentran con que están debiendo por ese concepto, y no son pocos quienes se encuentran con que están debiendo más de un sueldo, pero con la «facilidad» de poder abonarlo en tres cuotas mensuales consecutivas.
Debemos partir de la base de que el uruguayo, cualquiera sea su situación económica, es reacio a pagar impuestos, de la naturaleza que sean, porque desde tiempos inmemoriales se le ha inculcado la idea del Estado paternalista, que todo lo puede, que sale al rescate de amplios sectores de la sociedad que han caído en trances difíciles, incluyendo a empresas con el argumento de preservar fuentes de empleo, o invertir decenas de millones de dólares en proyectos como los que en su momento se volcaron en Artigas a firmas que se fundieron y que fueron a fondo perdido.
Claro que son pocos los que asumen que este paternalismo sale muy caro a todos los ciudadanos, que son los que deben poner de su bolsillo para sostener estos esquemas, agregados a la burocracia, la ineficiencia y los monopolios que transfieren a toda la sociedad los altos costos del Estado. Existe todavía la idea de que los fondos salen de la nada, de una supuesta mina de recursos propios que tiene el Estado, y por eso muchos sectores hacen caudal de la «solidaridad», pero eso sí, sin que les toquen sus bolsillos, que están para otra cosa.
La fuerza de gobierno ingresó al poder con promesas preelectorales proclives a la expresión de la redistribución y la solidaridad en todas sus formas, y también creyó del caso anticipar que gravaría a los sectores más pudientes de la sociedad para que pagara más quien tiene más, y viceversa.
Y para ello aprobó una reforma tributaria cuyo buque insignia es el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas, que tiene poco y nada de renta, al no establecer que se aportará por la diferencia entre ingresos y egresos, salvo algunas deducciones puntuales.
En suma, se trata del mismo impuesto anterior a las retribuciones personales, con distintos grados de aportación en base a franjas y porcentajes crecientes a medida que los ingresos van superando el Mínimo No Imponible.
En los hechos, en lo que refiere al grado de afectación de los ingresos, y comparando las detracciones que se imponen por el IRPF, en promedio no puede establecerse que sea más oneroso que el anterior IRP, y en el caso de algunos sectores, posiblemente resulte menos gravoso. Pero invariablemente estamos ante un impuesto al trabajo, y recargado, porque en el afán de acentuar la recaudación, se ha establecido un mecanismo que tiende a cargar las tintas sobre quien tiene más de un empleo, y por ende para el fisco trabajar doce o catorce horas al día debe tener la contrapartida de «solidaridad» con quienes no lo hacen, aportando más.
Eso tiene su lado de justicia y también de irracionalidad, dependiendo del ángulo desde el que se le mire, ya que también guarda relación con la disposición o necesidad de cada trabajador por mejorar sus ingresos y superarse.
Resulta imposible medir con certeza hasta dónde corresponde y es justa esta imposición de transferencia de recursos, y como en tantos órdenes de la vida, hay más de una biblioteca para interpretarlo. Pero en lo que ha errado de medio a medio el Poder Ejecutivo, y ello explica el «azote» que significa ir a comparecer ante los mostradores de la DGI, es pretender que cualquier trabajador o pasivo, con o sin multiempleo, tiene la capacidad de afrontar de un saque una deuda desconocida por impuestos con el Estado, que debe ajustarse una vez por año, como establece la reforma tributaria.
El punto es que los asalariados, los pasivos y también muchos profesionales «viven al día», administrando sus gastos en base a necesidades diarias que superan por lo general su capacidad de hacer ingresar dinero.
Y así, tras un año de «empate» entre lo que recibe y lo que gasta, en el mejor de los casos se encuentra con que debe afrontar una deuda por dinero que creía suyo, que fue gastando y que debe reponer como sea, posiblemente endeudándose ante el sistema financiero.
Este mecanismo del «sablazo» en la jerga popular, como el descuento adicional por el medio aguinaldo y el salario vacacional, se debe a la necesidad de recursos para afrontar gastos —esos sí excesivos por cuenta propia— del Estado, sin tener en cuenta que el ciudadano vive al día y que llega exhausto para caer en manos de la máquina infernal devoradora de recursos.
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