Opinion | 25 Jul Un inodoro supuestamente fabricado en 1887 en Francia y valuado en 500 mil euros, con custodia policial especial, es una de las principales atracciones de una mansión señorial en Durazno. La existencia de la pieza, pintada a mano, puso a Uruguay entre las novedades de las principales agencias de noticias y captó la atención de los uruguayos. El inodoro, del que sólo habría otros dos similares en el mundo -posiblemente en Europa- tiene en su parte interior y exterior finos diseños de color azul oscuro, coloreados con tinta china de calamar y esmaltado en aceite de ballena, según el restaurador Enrique Costa.
La casa en la que se encuentra la valiosa pieza histórica fue comprada hace algunos años por la Intendencia en 80 mil dólares. Mientras surgieron algunas dudas acerca del valor del bien, los vecinos de Durazno ven en el mismo una oportunidad para aumentar las arcas municipales. «Que se venda el water y se arreglen las calles con esa plata», sugirió una mujer. Más allá de las urgencias económicas que pueda tener cualquier intendencia uruguaya, no parece apropiado convertir un bien patrimonial en pavimento.
Tal vez mantener la propiedad de un inodoro importado no sea imprescindible aunque el mismo forme parte del equipamiento de una casa que fue importante para la sociedad duraznense. Pero en caso de deshacerse de él podría resultar más beneficioso promover con dichos recursos la creación de un fondo para rescatar bienes históricos propios o promover el desarrollo de noveles artistas que forman parte de la identidad nacional.
En última instancia corresponderá a los habitantes de dicho departamento y a sus autoridades resolver cual será el destino del millonario patrimonio. Sin embargo el caso no deja de ser llamativo y ha resultado un tema de conversación que instala en la agenda un tema más global: el valor de los bienes culturales y la responsabilidad de ser sus propietarios.