Paysandú, Viernes 01 de Agosto de 2008
Opinion | 26 Jul Se han sucedido en los últimos días las visitas de varios ministros a Paysandú, lo que resulta llamativo, desde que por lo general, la presencia de secretarios de Estado en el Interior responde a la inauguración de obras significativas o anuncios importantes, de especial relieve para el departamento o localidad de la que se trate.
Empero, en el caso que nos ocupa estamos asistiendo a «inauguraciones» de obras menores, en algunos casos de unos pocos miles de dólares, que ponen de relieve que estamos ya en medio de la campaña de cara a las elecciones nacionales de 2009, con integrantes del Poder Ejecutivo y del gobierno departamental muy proclives a presentar realizaciones, valederas o no, para aparecer ante la ciudadanía con imagen de ejecutividad y eficiencia.
Es decir que se trata de un tema de imagen, seguramente para contrarrestar críticas, justificadas y de las otras, cuando el país va cobrando temperatura política y comienza una etapa en la que todo lo que se haga puede influir en el resultado electoral.
Tuvimos así un ministro que vino a prender la llave de un sistema de semáforos al que le cambiaron las lamparitas, en el marco de una obra menor en la relatividad de la inversión pública, y una ministra de Salud Pública que también concretó alguna inauguración y el lanzamiento de un programa en el interior departamental.
De paso fustigó que en treinta años «no se haya hecho nada» en el Hospital, lo que no solo es una falsedad, sino que conlleva una afrenta a muchos sanduceros que han pasado por los cuadros directrices del nosocomio, que han integrado la Comisión de Apoyo y miles de ciudadanos e instituciones que han aportado para mejorar el hospital, y para lo que han contado, en mayor o menor medida, con el apoyo ministerial en las sucesivas administraciones, aunque naturalmenrte siempre han quedado carencias para suplir.
Pero al fin y al cabo todo sirve para hacer campaña electoral, directa o subliminal, y a esta altura no puede sorprender este modo de hacer política con promoción propia y de paso denostar al adversario.
Ocurre que Uruguay es un país en el que el ingrediente político - partidario es omnipresente en las decisiones, tanto en el gobierno como en la oposición, y lo que es peor, determina que en mayor o menor medida estemos en permanente campaña electoral, aunque los actores pretendan transmitir otra realidad a la población.
El resultado es un permanente tironeo de intereses, al punto que cada decisión a favor o en contra es sopesada a la luz del costo electoral que pueda tener cual o tal medida, porque además quienes intervienen en el proceso se encargan a su tiempo de pasar facturas por lo que se hizo o se dejó de hacer, además de lo que se dijo o lo que se calló en cada instancia. Esta dicotomía no es patrimonio de ningún partido, pues quienes hoy ejercen el gobierno hicieron su parte cuando estaban en la oposición, y quienes hoy están en el llano también hacen lo que antes criticaron a sus adversarios.
Esta mirada permanente sobre el escenario electoral explica en buena medida la falta de madurez de nuestro sistema y la ausencia de políticas de Estado, de acuerdos interpartidarios que permitan establecer medidas de mediano y largo plazo, con reglas de juego claras y estables, para realmente avanzar como lo hacen las naciones en serio, donde los cambios que se pregonan son válidos solo en determinadas áreas, porque en los grandes temas hay acuerdos permanentes que aseguran el cumplimiento de objetivos, sin cargar así grandes costos políticos a nadie.
En nuestro país uno de los pocos aspectos —si no el único— en que se ha manifestado una política de Estado es la forestación, tras la aprobación de la Ley de Desarrollo Forestal, sobre fines de la década de 1980, que ha posibilitado que hoy contemos con más de 700.000 hectáreas forestadas, polos de desarrollo en varios puntos del país, una planta de celulosa y otra a punto de instalarse, además de sucesivas empresas para dotar de valor agregado a la madera.
Pero mientras no actuemos de la misma forma en otras áreas claves, más allá de la impronta que dé en algún sector tal o cual gobierno, el Uruguay seguirá condenado a la improvisación, al pase de facturas de un partido a otro y a las «herencias malditas», con la sufrida población como eterno rehén de quienes se sienten dueños de la verdad.
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