Paysandú, Jueves 07 de Agosto de 2008
Opinion | 05 Ago La iniciativa empresarial, que ha hecho crecer las grandes economías al encarar desafíos de inversión y riesgo que se conjugan para crear empleos y dinámica emprendedora, está sin embargo venida a menos en Uruguay, ante la omnipresencia del Estado paternalista que pretende igualar hacia abajo, y obra como desestímulo a la legítima búsqueda de la rentabilidad a través de la empresa. El titular de la cátedra de Proyecto Industrial de la Facultad de Ingeniería, ingeniero César Michelotti, expresó al semanario «Búsqueda» que en base a su experiencia docente «hay muy poca propensión en el uruguayo a pensar en ser empresario», al punto que un muy alto porcentaje de los 80 estudiantes de ingeniería industrial o de alimentos que presentan cada año un proyecto empresarial viable como último paso para obtener su título, se convierten luego en empleados de alguna industria, pese a contar con una idea innovadora.
También tienen su cuota parte de responsabilidad los propios empresarios, pues suelen prestar muy poca atención a los referidos trabajos «porque por lo general el empresario nuestro no es muy innovador, y más bien tiende a seguir caminos ya trillados por no arriesgarse a cosas nuevas».
El catedrático dirige en esta facultad un grupo de siete docentes que cada año se ocupan de supervisar unos veinte proyectos ideados por estudiantes del último curso de Ingeniería Química e Ingeniería de los alimentos, los que deben presentar o defender un proyecto para la instalación en Uruguay de una industria relacionada con las mencionadas carreras.
Según Michelotti, un buen porcentaje de los proyectos que crean los alumnos necesitan de ajustes para ser llevados a la práctica, e incluso algunas empresas se han interesado por los proyectos, pero en general no se concretan y se termina contratando a alguno de los egresados para trabajar en la empresa.
Evaluó el catedrático que además de las dificultades inherentes a todo nuevo emprendimiento «hay poca propensión en el uruguayo a ser empresario», y «los estudiantes terminan trabajando en empresas instaladas o en organismos del Estado como técnicos».
Esto puede dar lugar a una diversidad de interpretaciones, según el ángulo desde que se mire, pero igualmente revela una realidad que da la razón al ingeniero Michelotti, que señala la escasa disposición en nuestro país para iniciar empresas.
Es que toda empresa involucra riesgos, aún para quien parte de la nada y solo cuenta con su entusiasmo y creatividad. Se requiere un mínimo de conocimiento, aunque se empiece en la actividad informal, y cuesta una enormidad luego intentar crecer en la legalidad, empezando por la financiación, para lo que se requieren garantías o arriesgar bienes, así como asumir costos inflados por impuestos y cargas sociales, ante una rentabilidad que se presenta muchas veces comprometida y sujeta a las consecuencias del cambio en reglas de juego que impone el gobierno de turno.
Y si bien, como expresa el Michelotti, los empresarios instalados son reacios a la innovación, ellos mismos son fruto de la idiosincrasia de un país que siempre ha cultivado la cultura del Estado paternalista y de la búsqueda de la seguridad aunque sea en la mediocridad, por lo que se prefiere el refugio de un empleo —si es en la actividad pública mucho mejor— que arriesgar compromisos financieros que no se sabe si se podrá cumplir, hipotecando patrimonio, estabilidad y salud.
Ese escenario no se da porque sí, sino que es el mensaje que recibe a diario el ciudadano y por lo tanto cada uno «hace la suya» aplicando la ley del mínimo esfuerzo, salvo honrosas excepciones.
La mediocridad es así producto de un círculo vicioso en el que además el empresario exitoso es mal visto, como «explotador» o tal vez ganando dinero por vías reñidas con la legalidad o la moral, lo que es no solo una generalización injusta, sino por lo menos una paradoja cuando todos los ciudadanos, aún el más humilde, financiamos con nuestros impuestos a empleados públicos en el Parlamento, bancos oficiales, entes autónomos y otros organismos en los que cobran hasta por el insólito «presentismo» adicional a sus jugosos salarios, mucho más que lo que ganan por mes muchos trabajadores privados e incluso públicos que no gozan de tamaños privilegios y beneficios.
No puede extrañar entonces, que mucho más que con ser empresario, los técnicos egresados sueñen con ese empleo público dorado, de la comodidad y la indolencia bien pagas de por vida.
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