Paysandú, Domingo 17 de Agosto de 2008

NADIE ES PERFECTO

Una torpeza y un perdón

Locales | 17 Ago Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos. La medianoche había pasado, lo mismo que un día, dejando paso a otro. La jornada en Domino’s Pizza también había concluido y quedaban un par de horas para descansar antes de iniciar la ruta de periódicos.
Llegar a casa, tomar un par de cervezas (rigurosamente sin alcohol), leer los e-mails y quizás darse una ducha rápida era todo lo que podía hacer en ese lapso.
El camino era el de siempre. La Luna apenas se veía entre un grupo de nubes a muy baja altura. El presagio de lluvia era evidente. Habría que usar dos bolsas para impedir que los diarios se mojaran y evitar así quejas de los clientes, que repercuten directamente en el bolsillo (2 dólares los días de semana, más de 4 dólares los domingos, por cada queja por mal o incompleto servicio).
Por otro lado, en la memoria aún resonaba una voz muy querida, que había llamado esa tarde, preocupado porque llegaba el cumpleaños de su «mejor amigo» y no tenía dinero para el regalo.
En la lectora de CD, Jaime Roos cantaba «Los Olímpicos», del disco «Clásico», recibido ese mismo día en la casilla postal. Para comprar música uruguaya, nada mejor que Estados Unidos, aunque todavía no se pueda conseguir «Nada es normal» de Loto (aunque sea para ver los dibujos de Scotellaro). Y «Clásico» reúne 19 «grandes éxitos» de Jaime Roos, editado el año pasado, cuando el flaco cumplió 30 años cantando como si llorara (más uruguayo imposible).
Tan lejos de casa, «Los Olímpicos» ciertamente tiene otra lectura. «Trabajador inmigrante/es la nueva profesión. Volver no tiene sentido/tampoco vivir allí».
Con tantas cosas en la cabeza, la tarea de conducir -por la Ruta 46- se hacía con «piloto automático». Claro que de tan automático, no se dio cuenta que llegaba a una zona de unos tres kilómetros, cerca de donde vivo, donde la velocidad máxima varía varias veces. De 80 km/h baja a 60 km/h, luego a 50 km/h y vuelve a subir a 70 km/h. Pero el pie siguió presionando para mantener los 80. Es una zona donde habitualmente hay algún patrullero esperando su presa y cuando vi los faros del «chico malo», ya era demasiado tarde. Para colmo, un semáforo ubicado a pocos metros del empalme con la Ruta 206, trepó de verde a amarillo, pero a esa velocidad, imposible detener el auto a tiempo. Así que no quedaba otra que seguir.
El kilómetro siguiente fue la espera de una muerte anunciada. Por el retrovisor, se veía aumentar de tamaño al patrullero, todavía en marcha normal.
Al llegar a la salida a Budd Lake de la autopista 80 -que une Estados Unidos de Este a Oeste-las luces del patrullero estallaron como si festejaran un gol de Nacional (no hay patrulleros con luces «de Peñarol»).
La presa -es decir yo- estaba esperando eso, así que de inmediato puse en marcha el plan de contingencia para tratar de evitar la multa o al menos hacer que sea lo menos «dolorosa» posible.
El plan, más o menos, consta de los siguientes pasos: reducir de inmediato la velocidad y encender el señalero a la derecha indicando la intención de estacionar; detener el vehículo tratando que no impida la circulación; encender las luces de posición; bajar la ventanilla del lado del conductor; colocar el brazo visiblemente sobre la ventanilla; bajar el volumen de la radio/lectora de CD; no realizar movimientos bruscos dentro del auto; no buscar documentos, encender un cigarrillo o algo similar; ni siquiera soñar con quitarse el cinturón de seguridad, y esperar pacientemente que el oficial termine de revisar en su computadora los datos del vehículo y personales.
Cuando el policía finalmente se acerca, comienza la Fase 2 del plan de contingencia o de desesperada defensa de la presa por evitar perder algo más que unos dólares más. Cuando se piden los documentos anunciar los movimientos y una vez entregados, preguntar con el tono de voz más inocente y en el mejor inglés que tenga a mano, «¿cual es el problema?».
Ahí comienza la etapa de negociación. El sabe que uno sabe qué es lo que hizo mal, uno sabe que el puede perdonar un momento de locura.
En mi caso, el cansancio, el trabajo arduo, el vestir el uniforme de Domino’s y el traer mi cena conmigo en el auto (una orden de alas de pollo), surtieron efecto. El oficial me explicó claramente porqué me había detenido y a través de varias preguntas determinó si contestaba sin engaños. Por ejemplo, aunque lo sabía, preguntó si tenía mi licencia «limpia». «Pues no, tengo dos puntos», respondí. «¿Tuvo algún problema?», volvió a inquirir. «No, un accidente», y le expliqué en detalle lo que él ya había leído en su computadora. Finalmente, me devolvió los documentos y me despidió. «No se olvide de su cena», sugirió, lo que provocó mi risa. Después, lentamente, volví a la carretera y un par de minutos más tarde estaba en la seguridad del estacionamiento de la casa donde vivo.
Esto, que obviamente está tomado un poco en broma, ocurre cada día y cada noche en esta nación donde la Policía (salvo en Nueva York donde hay un cuerpo especial), tiene entre sus tareas la de agente recaudador. Hace cumplir las normas y en un país con tanta súper población de vehículos eso es esencial. Pero también recauda para el funcionamiento del propio cuerpo policial. Quien se distraiga, usualmente paga. Hay carteles que jocosamente indican «No obedezca las señales y gane puntos extra» (en su licencia de conducir, lo que pone en peligro que pueda continuar manejando).
A veces, un oficial se apiada de la torpeza ajena y perdona. Yo encontré a un piadoso.


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