Paysandú, Viernes 22 de Agosto de 2008
Opinion | 19 Ago Denominada como el «impuesto a los pobres», la inflación devora el poder adquisitivo de los sectores de ingresos fijos, es decir trabajadores y pasivos fundamentalmente, que no están en condiciones de ajustar sus remuneraciones y prestaciones a la evolución del costo de vida y así ven cómo sus pesos cada vez rinden menos.
Cuando se superan determinados índices de inflación y se ingresa en la hiperinflación, con guarismos anuales de tres cifras, resulta muy difícil cortar el círculo vicioso que realimenta la inflación, desde que ante el alza generalizada de precios, se desata una carrera loca entre salarios y tarifas de servicios públicos, así como de bienes y servicios, por lo que el mejor negocio resulta comprar hoy para no tener que pagar las cosas más caras mañana. Y esa demanda agregada empuja a una mayor suba.
Es decir que la inflación, más allá del dato objetivo de costos, conlleva sobre todo un grado de expectativa de los operadores, fomenta la especulación y el acopio y desestimula el ahorro, desde que en estos procesos el dinero se va devaluando sostenidamente por encima de lo que pueda pagarse por interés, como regla general.
En esos casos extremos, resulta casi imposible atacar el problema gradualmente, y ha debido apelarse a remedios traumáticos, como el que aplicó el gobierno de Jorge Pacheco Areco sobre fines de la década de 1960, con la creación de la Coprin y la Dinacoprin, organismos del Estado encargados de fijar y controlar precios e ingresos.
Como régimen excepcional y administrado con sentido común puede servir para cortar de raíz la hiperinflación y lograr que se calme la vorágine para empezar «de cero» un proceso racional, que tienda hacia el equilibrio entre oferta y demanda, con un mercado en el que los precios y salarios tengan una correspondencia para que posteriormente los «zapallos se acomoden solos en el carro».
En aquellos años se creyó, erróneamente, que era posible mantener casi indefinidamente el manejo administrativo de precios e ingresos, y fue así que se creó un mercado negro para productos que fueron desapareciendo de la oferta, porque también resulta imposible mantener todo bajo control, así como determinar los costos reales de cada producto. Fue así que en el caso de la venta por unidades, se redujo el tamaño de las piezas y cuando se vendía al peso, se bajó la calidad para evadir el decreto.
La utopía de este control absoluto, tras el impacto positivo inicial, determinó la gradual liberación del mercado y se retomó el proceso inflacionario, pero ya con parámetros lógicos y especulación dentro de lo razonable, como debe ser, por cuanto el mercado responde a realidades y expectativas, incluyendo la confianza en el equipo económico y el futuro del país.
Esta experiencia que vivió el Uruguay tiene por lo menos el aspecto positivo de que ni siquiera el Frente Amplio —donde coexisten grupos que históricamente proclamaron la intervención del Estado en la economía y fijación administrativa de precios— consideró pertinente el control de precios de artículos y salarios. Ante el brote inflacionario optó por convocar a los que considera formadores de precios, a mantener «amistosamente» la estabilidad en sus artículos, lo que se logró parcialmente, pero sin intervenir groseramente en el mercado.
En cambio sí «toqueteó» precios en tarifas de servicios públicos y combustibles hasta donde pudo. Naturalmente, cuando debió ajustar valores a la realidad, su influencia sobre los costos de los empresarios determinó que éstos también debieran ajustar sus productos a la evolución de los costos, como está ocurriendo.
Pero es positivo que al menos evitara medidas desesperadas de carácter administrativo, que solo causan más distorsión que la que se quiere evitar, porque el Estado no está en condiciones de determinar cuáles son los valores y costos de cada operador económico, y menos aún cuando es el propio Estado el que los provoca a causa de los impuestos que aplica para mantener su costosa estructura y las de las empresas públicas. Por lo tanto, si realmente se aspira a atenuar la inflación, corresponde reducir la carga impositiva y otros costos adicionales que aplica a los actores de la economía, promoviendo una mayor oferta de bienes y servicios, fomentando la competencia y la eficiencia.
Y está claro que debe empezar por el propio Estado, en vez de atacar las consecuencias, como suele ocurrir.
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