Paysandú, Lunes 25 de Agosto de 2008
Locales | 18 Ago (Por Horacio R. Brum). Cuando al llegar de Santiago uno sostiene sus primeras conversaciones con los uruguayos, dos temas se hacen repetitivos: lo mal que está la economía del país y lo bien que está Chile. Ni una ni otra idea son totalmente correctas, porque visto desde afuera, Uruguay está bastante mejor que el promedio de las naciones de la región y visto desde adentro, no todo es reluciente bajo la capa de oro que muchos dan a Chile.
Ni siquiera en estos días de preocupación mundial por los precios de los alimentos, es posible para nuestros pesimistas compatriotas imaginar que un kilo de carne picada común cueste 10 dólares o que la misma cantidad de pan, del tipo de las simples rosetas, golpee el presupuesto familiar con más de dos contundentes unidades de la moneda estadounidense. Seis dólares el kilo de pollo, uno y medio el de manzanas y ocho el de chuletas de cerdo, son precios comunes actualmente en los supermercados de la capital chilena, porque la inflación parece haberse quitado la elegante máscara de IPC (Índice de Precios al Consumidor) con que los economistas de este lado de los Andes la disimularon en los años en que era fácilmente controlable. En la época dorada del «milagro chileno», Chile solo tenía IPC; hablar de inflación era hablar de esa América Latina despreciada por pobre y por sus crisis endémicas, y tanto desde los medios como desde los sectores empresariales, e incluso del gobierno, se estimulaba la creencia de que el país era inmune a los avatares de la economía regional y mundial.
La dependencia del gas natural argentino, establecida voluntariamente por los dos primeros gobiernos democráticos y por un empresariado que, sin tener en cuenta el carácter impredecible de la política interna de Argentina, «compró el obelisco» de un suministro constante y barato, fue el primer ariete que golpeó la muralla imaginaria levantada por los chilenos para aislarse de la contaminación de los supuestos males latinoamericanos. Los desastres hechos por el matrimonio Kirchner en la economía de su país provocaron una irregularidad creciente de la provisión del combustible, y en más de una oportunidad las industrias han quedado sin gas y los hogares han recibido solamente lo que quedaba en los gasoductos binacionales, después de los numerosos cortes determinados por las necesidades domésticas de Argentina.
Por otra parte, las «retenciones» que se hicieron famosas —o infames— durante el conflicto de los Kirchner con el sector agropecuario, también tienen su versión en el gas, lo cual significa que en la actualidad Chile paga por él 300% más que lo que pagaba en enero de 2008. Esto quiere decir que un hogar tipo chileno, con cuatro integrantes, paga mensualmente 84 dólares por 58 metros cúbicos, en tanto que el mismo volumen cuesta en Buenos Aires poco más de cinco dólares. En resumidas cuentas, los chilenos están pagando los gigantescos subsidios que permiten al gobierno argentino mantener un precio irreal del gas para sus ciudadanos y evitarse el costo político de adecuar las tarifas a los niveles regionales y mundiales.
La crisis del gas tuvo además repercusión en la energía eléctrica, dado que las centrales generadoras chilenas tuvieron que comenzar a utilizar otros combustibles cada vez que se cortaba el suministro, o pagarlo más caro cuando lo había. Este panorama se complicó con el aumento desmedido del precio del petróleo, el cual a su vez hizo que la nafta comenzara a acercarse peligrosamente a la marca de los dos dólares por litro y el querosén, utilizado en las estufas que dan calefacción a la mayoría de las familias urbanas de escasos recursos, esté ya bordeando el dólar y medio.
Respecto de los alimentos, la Argentina de los Kirchner aparece una vez más como contribuyente a las dificultades de Chile, a causa de la reducción de las exportaciones de carne impuesta por la Casa Rosada. Si bien el déficit está siendo compensado principalmente por Paraguay (56% de las importaciones, con Uruguay en un lejano 9%), en el primer semestre de este año se recibió un 21% menos del producto que en el mismo período de 2007.
Según el ex presidente del Banco Central, Roberto Zahler, un factor interno como la gran sequía del verano pasado creó otras dificultades para el presupuesto familiar, porque subieron las frutas y las verduras. «La inflación ha vuelto a tomar cuerpo», declaró Zahler recientemente a los medios, en una opinión que coincide con la de muchos expertos, de los más variados colores políticos. Un dato concreto es que la tasa acumulada para julio 2007-2008 llegó a 9,5%, ubicándose entre las cinco más altas de Sudamérica y superando, por ejemplo, a Uruguay, que registró oficialmente 8,02%.
Comparada con la inflación real argentina, que no es la del mundo del revés presidido por Cristina Fernández, sino el 25 o 30 por ciento que puede verificar quienquiera que viaje periódicamente a Buenos Aires, o con la del récord sudamericano alcanzado por la Venezuela chavista (32%), la cifra chilena no parece tan preocupante. Sin embargo, pagar 10 dólares por un kilo de carne picada o dos dólares por un kilo de pan, puede complicar la vida de aquellos que ganan 300 dólares mensuales, como sucede con los alrededor de l.500.000 chilenos que reciben el sueldo mínimo nacional.
Cuando el gasto en servicios básicos ha aumentado 33% en un año y una sola persona debe pagar más de 100 dólares por mes por la seguridad de ser atendido adecuadamente en caso de enfermedad, las variaciones de precios son una verdadera amenaza para los presupuestos familiares. Por algo el gobierno de Michelle Bachelet se prepara para repartir subsidios que ayudarán a los pobres a paliar durante el invierno el mayor costo de la energía eléctrica. Como en ocasiones anteriores, la cantidad de gente que recibirá esa ayuda levanta un signo de interrogación sobre las cifras oficiales de pobreza: las estadísticas hablan de poco menos del 13%, pero los subsidios suelen ir a más de 4 millones de personas, cantidad equivalente a la cuarta parte de la población chilena.
Con la referencia de la cifra oficial, el Banco Interamericano de Desarrollo ha dicho que la situación actual podría hacer subir el número de pobres hasta el 17%. No obstante, la frontera de la pobreza es muy tenue en Chile y está disimulada por una sociedad de consumo en la que es común vivir a crédito, a punto tal que el 60% de las familias tiene deudas que promedian los U$S 5.800 y solamente un 12% cuenta con ahorros. Si la inflación crece más de lo que la población puede soportar, muchos tendrán que revisar el mito económico del «jaguar sudamericano».
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