Paysandú, Lunes 08 de Septiembre de 2008

CRÓNICAS MARCIANAS

Mi nieta no me presta la computadora

Locales | 07 Sep El otro día me llegó un correo electrónico con frases de niños de siete años a los que se les preguntaba: «¿Qué es un abuelo?»
Las respuestas eran formidables.
«Los abuelos son una señora y un señor que como no tienen niños propios les gustan mucho los de los demás».
A medida que fui leyendo las frases que aparecían en el monitor, iba pensando en el cambio que ha tenido la forma en que se relacionan los abuelos con sus nietos.
Me refiero a la forma, no al contenido.
La esencia —¡qué duda cabe!— se mantiene intacta.
El contenido es el de siempre.
El amor es el mismo.
Todo lo trascendente ha perdurado. Sin embargo, a mí se me ha metido en la cabeza que en los últimos treinta años ha cambiado bastante el trato entre los nietos y los abuelos.
«Son gente que no tiene nada que hacer. Solo están ocupados cuando nosotros los vamos a visitar».
Yo tuve a mis abuelos hasta no hace tanto tiempo y tengo a mi nieta desde hace cinco años, entonces estoy en una buena situación para medir esos «cambios de forma».
De aquello me acuerdo clarito y de esto... de esto no me tienen que contar nada.
«Los abuelos son tan viejitos que no saben correr».
Y por más que algunos sepamos correr (y ese puede ser un cambio: el de abuelos más jóvenes y nietos más pálidos, menos ágiles y más hamburguesados), igualmente seguimos estando lejos de ellos cuando de velocidad y destreza se trata.
Manejan otros ritmos.
Ellos no nos dicen: ¡Apurate!
Claro, ese es un común denominador de todos los tiempos.
Nosotros los abuelos no estamos apurados para llegar a ningún lugar al momento de darle la mano a nuestro nieto.
Es un instante como para congelar, no para «echar para adelante rapidito», es como para ponerle la pausa.
Que corran los padres, que se apuren los padres, que griten los padres, que nosotros estamos preocupados por cosas menos importantes que un vencimiento de una tarjeta.
A los abuelos nos preocupa un solo vencimiento y no es el de la tarjeta.
«Cuando salimos a pasear con ellos, se detienen para enseñarnos cosas bonitas como hojas de diferentes formas, un ciempiés de muchos colores o la casa del lobo».
Porque pasarán los años y los abuelos seguirán siendo, seguiremos siendo los que encontremos una hoja que se parece a una mariposa, una mariposa igualita a una hoja o una nube con forma de dragón. Seguiremos siendo los que nos detengamos solemnemente ante el paso redoblado de un ciempiés, aunque en ese momento esté pasando una Maserati a nuestras espaldas.
No han cambiado los tiempos para ese diálogo fresco, inocente y maravilloso entre una abuela y su nieta.
«Son unos señores que para leer usan anteojos, siempre los pierden y cuando me he quedado a dormir con ellos usan unas ropas bien cómicas».
A veces pienso que la vida nos ha dado una nueva oportunidad.
Creo que de eso se trata.
Es una nueva chance que nos dieron para formar gurises.
Imaginate que por una extraña estructura la sociedad estuviera organizada de manera tal, que nos adjudicaran al hijo de un australiano, al hijo de un astronauta o al hijo de tu vecino para dar un nuevo examen.
¡Pero no!
¡Fijate que cosa estupenda!
¡Nos mandan a los hijos de nuestros hijos para esa tarea!
¡Qué formidable!
¡Qué maravilla!
¡Qué encargo más estupendo que nos han dado, justo ahora que no tenemos la presión que nos sobraba como padres!
Ya no tenemos que preocuparnos por si comen golosinas, si se abrigan el cuellito o si les puede venir un trauma por dejarle una pequeña luz prendida a la hora de dormir.
Nuestra tarea es disfrutar de ellos, disfrutar con ellos.
«Algunos abuelos tienen papás, esos sí... son bien viejitos; la mamá de mi abuelita, se puede quitar las encías y los dientes... a la misma vez».
Sí... algunas formas de comunicación entre ellos y nosotros han ido cambiando.
¿Vos me preguntás si antes era mejor?
En algunas cosas era mejor y en otras me quedo con la desfachatez, el desparpajo y la frescura de ahora.
Yo tengo claro el recuerdo de mis abuelos y es un recuerdo en el que se mezcla el amor y el respeto. Me llegan a la cabeza los mediodías de domingo y una mesa aparte, tendida para nosotros, los nietos.
Domingos maravillosos.
Pero... ¿qué podíamos decir que pudiera interesarle a los mayores?
¿Qué podíamos decir que se escuchara desde la mesa grande, que parecía estar tan lejos y tan alta?
«Todo el mundo debe buscarse unos abuelos, son las únicas personas grandes, que siempre están contentas de estar con nosotros...».
Me acuerdo que a mis abuelos los trataba de usted, y recuerdo una distancia que no indicaba ausencia de amor. Simplemente eran distancias generacionales.
¡Mirá si íbamos a hablar de Chicotazo, del precio del kerosene o del marido de la maestra! ¡Mirá si íbamos a hablar de embarazos!
Ahora hablamos cuando queda un hueco en la conversación de los nietos.
— «¡Abuelo! ¡Estaba hablando yo!» —acostumbra a decir mi nieta.
Porque yo tengo una nieta de cinco años que estoy seguro que es igualita a los otros nietos de esa edad. Estoy seguro que no se diferencia en nada de los demás niños.
Cuando no consigo ver el DVD, ella encuentra en un segundo el botón mágico en el control remoto. Cuando no puedo instalarle algún juego en la computadora, ella lo hace en un santiamén. Mientras yo me peleo con la tecnología, Pilar se tutea con ella.
— No busqués en la agenda abuelo —me dijo el otro día, cuando yo intentaba contestar un llamado telefónico que había recibido. Apretá el botón de responder, que es más fácil.
Y sé bien que mi nieta es una buena muestra del resto de los nietos de su edad. Creo que tres anécdotas cortitas de ella pueden pintar lo que quiero decir.
Me refiero una vez más al cambio de las formas y no de los contenidos.
Hace unos días me dijo:
— Abuelo ¿vos tenés más músculos que mi padre?
— No sé —le contesté. Creo que sí, pero no sé.
— A ver, mostrame —me dijo y yo me levanté la manga y haciendo fuerza le mostré orgulloso mi bíceps.
— ¡Aaah sí! Tenés mucho más que mi papá. Vení, vení a la cocina y mostrámelo otra vez.
Y allá marché, contento de impresionar una vez más a mi nieta.
— A ver, otra vez abuelo, mostrame el músculo acá.
Y si bien no entendí para qué me llevó a la cocina, supuse que buscaba un lugar más privado para estar con su abuelo.
Y le mostré el bíceps.
—¡Paaah abueloooo!¡Qué músculo! ¡Qué fuerza que tenés! —me dijo y enseguida agregó:
— Ahora abrime el congelador que le quiero robar un helado a la abuela, la tapa está trancada con el hielo y yo no tengo fuerza para abrirla.
¿Entendés lo que te digo?
¡La mocosa me afiló!
¡Me hizo creer que tengo más fuerza que el padre para que le abriera la heladera!
Ni a los 40 años se me hubiera ocurrido una cosa tan retorcida.
¡Me dio manija y yo entré como un caballo!
Otro día Pilar caminaba apurada con su abuela porque quería llegar para ver un programa de televisión. En eso una señora le ofreció a mi mujer jugar un «Cinco de Oro».
— A ver Pilarcita, decime un número para jugarle —pidió la abuela.
— Uno —contestó con pocas ganas mi nieta.
— Decime otro más.
— Dos—dijo con menos ganas.
— Otro número —dijo la abuela empezando a preocuparse porque con esos números no tenía ninguna posibilidad de sacar nada.
— Tres —le dijo.
— Más alto, Pilar —dijo la abuela.
— ¡Treeeees! —gritó y la miró desde allá abajo con cara de fastidio y de lástima.
La última.
El otro día vino a visitarme al edificio en el que trabajo.
Por algún hecho de poca importancia, discutimos y se ofendió bastante.
Lejos de gritarme, pegarle a la mesa o irse golpeando la puerta —como podría haber hecho yo mismo a su edad o alguno de mis hijos— tomó unas hojas y unos lápices.
— Bueno —pensé— se olvidó del enojo y se puso a dibujar.
Pidió cinta adhesiva.
Alcancé a ver que había hecho cuatro carteles.
Salió con ellos al pasillo exterior y sin pronunciar ni una sola palabra, empezó a pegarlos en todas las puertas que encontró.
«A MI ABUELO SE LE CAE EL PELO» decían los carteles.
¡Fui víctima de un escrache por parte de mi propia nieta!
¡No puedo creerlo!
Ella sabía que yo estaba preocupado por la caída del pelo y encontró el camino más eficaz y más rápido para llegar hasta mi médula.
¡Escrachado por mi propia nieta!
¡¿Qué viene ahora?!
¿Un corte de ruta con piquetes en el pasillo cuando vaya con urgencia camino al baño?
¿¡Una ocupación de mi dormitorio con embargo de mi cama matrimonial!?
No.
Definitivamente así no nos relacionábamos con nuestros abuelos.
Y como conozco nietos ajenos, sé que todos ellos responden con estos códigos de inteligencia, desfachatez y autenticidad.
Creo que fue el mejor legado de Quino.
Tanto lo leímos, tanto lo compartimos con nuestros hijos, que ahora todos tenemos en cada nieto, un pedacito de Mafalda en nuestra propia casa. Por Marciano Durán


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