Paysandú, Sábado 13 de Septiembre de 2008
Opinion | 10 Sep El reciente accidente —o «siniestro»— ocurrido en Salto, en el que un joven alcoholizado que conducía una camioneta embistió a una moto y mató a uno de los dos adolescentes que iban en ella, revela una vez más una de las patologías más graves del tránsito nacional: la falta de conciencia de los conductores por un lado, y de controles, por otro.
Siempre que ocurre una catástrofe de este tipo, inmediatamente comienza una caza de brujas en busca de culpables y causales de tan terrible desenlace. En consecuencia surge la intolerancia o «tolerancia cero» para las infracciones de tránsito, con énfasis en los controles de velocidad y de alcohol, que suelen durar hasta que pase la conmoción pública.
El problema es que cuando se actúa «a golpe de balde» como en este caso en la vecina ciudad, con el solo fin de apaciguar los ánimos, se tiende a demonizar todo aquello que tenga relación con el infeliz incidente detonante. Así, suele concluirse en que algo o alguien es causa de todos los males de la sociedad y por ende, hay que erradicarlo.
Sin pretender justificar la deplorable acción del conductor de la camioneta —que se retiró del lugar abandonando a sus víctimas en el pavimento— creemos que hay que acotar los problemas a su real dimensión, en este caso a los conductores con alto grado de alcohol en sangre o que conducen imprudentemente poniendo en riesgo la vida de los demás. Pero hay que evitar generalizaciones, como cuando la Unasev y el gobierno pretenden erradicar las bebidas alcohólicas —así como el tabaco—, estigmatizando al consumidor y atropellando los derechos individuales. Cuando esto ocurre se inicia una espiral de persecuciones en la que todos somos culpables de algo porque no estamos en sintonía con las directivas que nos imponen por nuestro propio bien.
Quienes peinamos algunas canas no podemos más que recordar al joven Kevin Beacon, en la película Footloose, de 1984. La trama mostraba un pueblo cuyas autoridades, guiadas por el pastor local, habían prohibido el rock y el baile porque llevaban a los jóvenes por el camino del alcohol y el descontrol.
Todos los habitantes de la comunidad religiosa estaban convencidos de eso porque un grupo de adolescentes había muerto en un accidente al volver de un baile en el poblado vecino. Por suerte llegó el «muchachito» para demostrar que el problema no era la música sino la educación y responsabilidad.
A pesar del éxito del filme, la historia siempre nos pareció exagerada, pero estaba basada en hechos reales ocurridos en Elmore City, un pueblo de Oklahoma, Estados Unidos. Allí la prohibición de bailar se levantó en 1980, mientras que acá recién estamos por prohibir el alcohol. ¿Faltará mucho para prohibir el rock?
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