Paysandú, Domingo 14 de Septiembre de 2008
Opinion | 14 Sep Cosas tan comunes en otras épocas como saludar al ingresar a un lugar donde hay otras personas, ofrecer el asiento a los mayores o mujeres que viajan en el ómnibus e, incluso, ser cortés cuando se está al volante son conductas que parecen a veces estar en peligro de extinción, especialmente en ciudades grandes. No obstante, pasa también aquí mismo en las situaciones más cotidianas. Aunque el tema de los valores es reciente en la filosofía y se ha puesto de moda hablar de ellos en los ámbitos de la educación, lo cierto es que no son cosa nueva. Para el ser humano siempre han existido cosas valiosas, tales como el bien, la felicidad, la belleza o la virtud. Sin embargo, sufren cambios y transformaciones a través del tiempo, pudiendo incluso desaparecer en distintas épocas. ¿Será entonces que estamos en un período de pérdida de valores? En primer lugar, como afirma Prieto Figueroa, «todo valor supone la existencia de una cosa o persona que lo posee y de un sujeto que lo aprecia o descubre, pero no es ni lo uno ni lo otro. Los valores no tienen existencia real sino adheridos a los objetos que lo sostienen. Antes son meras posibilidades». Y ese quizá sea el punto: nosotros mismos.
Desde un punto de vista socio-educativo, los valores son considerados referentes, pautas o abstracciones que orientan el comportamiento humano hacia la transformación social y la realización de la persona. Son guías que dan determinada orientación a la conducta y a la vida de cada individuo y de cada grupo social. Y, en ese sentido, como la mayoría de las cosas en la vida, los valores se aprenden. Eso enfoca la mira hacia los agentes educadores y socializadores de una comunidad: las familias y las instituciones educativas.
Sería excesivamente optimista y desacertado que las familias dejaran la educación de sus hijos sólo en manos de los maestros puesto que el primer contacto que el primer espejo que un niño tiene dónde mirarse es en sus padres, hermanos, abuelos. Ellos determinarán en buena medida los valores que sustentarán futuros aprendizajes y la forma de interacción con el otro.
En ciudades chicas como la nuestra nos chocan a veces ciertas actitudes que pueden llevarnos a pensar en valores perdidos en tránsito de desaparición. Sin embargo, suelen ser espacios de interacción social donde sobreviven todavía muchos de los valores que queremos conservar. Eso forma parte de una cultura, una manera de ser que reconoce el recién llegado. Constituye un capital social y una marca de identidad que, como comunidad, no deberíamos perder.
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