Opinion | 13 Sep Nuevamente Bolivia se encuentra al borde de la guerra civil, en el marco de un proceso en el que lamentablemente los actores políticos, y quienes a la vez tienen la posibilidad de influir para limar las serias diferencias que han surgido a partir sobre todo del ascenso de Evo Morales al poder, parecen más dispuestos a echar leña a la hoguera que a buscar la salida pacífica para beneficio del sufrido pueblo del país del altiplano.
Para quienes nos encontramos alejados geográficamente de una realidad que igualmente salpica a todo el subcontinente, nos resulta ya una historia conocida en América Latina, donde los intereses creados, la disputa del poder, la intolerancia y la soberbia suelen desembocar en luchas fratricidas, en la guerra civil y golpes de Estado que nunca han solucionado nada, provengan del signo ideológico del que provengan.
Lamentablemente, el grado de irracionalidad y de enfrentamiento a que se ha llegado en el país hermano indica que tanto desde el gobierno como de la oposición política se ha ingresado en el esquema de que debe «derrotarse» al adversario, cuando en realidad, como en todos los órdenes de la vida, cada uno tiene su cuota parte de razón.
Pero sin dudas lo peor que puede ocurrir es que Bolivia sea a la vez escenario de disputas por protagonismos y liderazgos en el que no podía faltar, por supuesto, la providencial intervención «bolivariana» de Hugo Chávez, quien con la excusa de salir a cortarle el paso a la presencia de Estados Unidos, salió a incendiar la región con su publicitada expulsión del embajador de ese país, el llamado a su embajador en Washington y la amenaza de dejar de vender crudo a la nación norteamericana.
Es decir, que lejos de contribuir a la pacificación, el verborrágico mandatario venezolano apuesta al caos, a tratar de proyectar su influencia y posar como el Bolívar del Siglo XXI, al costo que sea.