Paysandú, Miércoles 17 de Septiembre de 2008
Opinion | 17 Sep Corre el año 2032 y el policía John Spartan —congelado por criogenia en 1996 tras provocar una explosión a causa de la cual mueren varios rehenes— es revivido para una nueva misión. Es el único ser sobre la Tierra capaz de detener a Simon Phoenix, su antiguo archienemigo que escapó de la crioprisión cuando fue descongelado por órdenes de un político sin escrúpulos.
Spartan deberá adaptarse a un mundo perfecto, aséptico y aburrido, donde las palabras groseras son penadas con multas y el sexo solo se practica telepáticamente, mientras en las alcantarillas vive una sociedad paralela de marginados que se alimentan de carnes grasas, mantienen relaciones carnales y beben alcohol. En resumen, lo anterior es el argumento de «El demoledor», una película ciencia ficción y comedia protagonizada en 1993 por Silvester Stallone y Wesley Snipes.
Lo más rescatable del filme es sin dudas la sátira que hace de las sociedades sobreprotectoras, sobre un guión que toma la idea de «Un mundo feliz», de Aldous Huxley. En clave de comedia describe una sociedad en que la inteligencia y la libertad se ven atrofiadas, en un mundo donde todo lo malo es sancionado por leyes dictadas por un gobierno que se inmiscuye en la vida privada por el bien del individuo.
Así, el contacto sexual se prohíbe por tratarse de un «intercambio de fluidos» que puede transmitir enfermedades; la música «engendra violencia» por lo que solo se permite escuchar y cantar canciones infantiles del siglo XX; y los malos modales son sancionados por computadoras que todo lo ven al estilo del «Gran Hermano». El cigarrillo y el alcohol, obvio es decirlo, hace años que fueron prohibidos. Mientras tanto, bajo el asfalto un grupo cada vez más numeroso de marginados vive bajo sus propias leyes: sucios y lejos de la vista de la sociedad perfecta que mira el Sol, pero infinitamente más felices y despiertos que sus pares superficiales.
Si bien ese mundo fantástico suena exagerado, hasta hace poco era entendible como una extrapolación de la hipocresía de la sociedad estadounidense, en la que superficialmente todo es perfecto bajo el cuidado del Estado. Así, mientras el alcohol es un flagelo que todos repudian, los jóvenes inventan «fiestas privadas» cuando los padres no están para emborracharse hasta caer o fumar «alguna cosita»; ciudades como Las Vegas o Nueva Orleans se nutren de los miles de millones de dólares que anualmente despilfarran en vicios y prostitución los oprimidos que van en busca aires de libertad y, cuando la presión psicológica es muy grande, algún estudiante saca una pistola y asesina a sus compañeros de colegio. Por ahora en Uruguay solo apuntamos al alcohol y al humo de tabaco, porque el Estado nos cuida de que no caigamos en la tentación.
Lo malo es que ya vimos la película.
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