Paysandú, Sábado 20 de Septiembre de 2008
Opinion | 15 Sep El gobierno se dispone a erradicar de la sociedad un flagelo muy arraigado en cultura y costumbres, como es el alcohol. Ya al comienzo de la presente administración, el Uruguay fue pionero en políticas radicales de salud, con normas antitabaco por las cuales se prohíbe fumar en los espacios cerrados de acceso público sin excepción, por lo que ni siquiera se permiten los clubes o pubs exclusivos para fumadores.
Quizás sea por el éxito obtenido en esta última campaña, que el Dr. Tabaré Vázquez se decidiera ahora a arremeter contra el alcohol, considerado una droga legal socialmente aceptada. Esta línea paternalista en materia de salud no debería sorprender a nadie, considerando que nuestro presidente es un médico y que la historia indica que la profesión del mandatario siempre ha marcado rumbos en la vida de nuestro país.
Así fue como, a instancias de un presidente escribano, se instituyó el título de propiedad para los vehículos automotores, documento que en todo el mundo se reserva para bienes inmuebles. Pero el mayor problema en el presente es que se antepone el interés colectivo a las libertades individuales, imponiendo reglas de conducta «por el bien de la sociedad», que colisionan con un derecho básico del individuo, que es ser dueño de su propia vida.
Siguiendo la línea de razonamiento de la presente administración, hay mucho que se podría legislar en materia de prevención en salud y todos estaríamos de acuerdo en que mejoraría sustancialmente la situación sanitaria de nuestro país. Por ejemplo, ahora que la capa de ozono no brinda una protección suficiente para los rayos ultravioletas, alguien podría pensar que no sería mala idea prohibir tomar sol en la playa —que es un espacio público— en determinados horarios. Con esto reduciríamos la incidencia del cáncer de piel que tanto daño provoca en nuestro país. Claro que habría que convencer a los turistas, que gastan fortunas en Punta del Este y los balnearios del sur, que en realidad esta medida es por su propio bien.
También habría que prohibir —en serio— la prostitución, fuente de transmisión de enfermedades sexuales de todo tipo, así como la venta de carnes grasosas, que saturan de colesterol nuestras arterias y convierten a las enfermedades cardiovasculares en una de las mayores causas de muerte en nuestro país. Para no hablar de los cientos de sustancias cancerígenas con que el humo de la leña contamina el asado, ni del verdadero atentado hepatolítico que conocemos como «parrillada».
La lista sería infinita, pero en todos los casos lo que se afecta es la libertad del individuo; que, aún en el mundo del revés en que vivimos, no es negociable.
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