Paysandú, Sábado 27 de Septiembre de 2008
Opinion | 22 Sep La soberbia es mala consejera, gestora de la intolerancia, y se da a menudo en quienes se ven a sí mismos como epicentro del mundo, como los dueños de la verdad y por lo tanto hacen de la crítica, provenga de donde provenga, la manifestación de un enemigo personal o de su causa, y por lo tanto merecedor de ser eliminado de la forma más expeditiva posible.
El presidente venezolano Hugo Chávez entra en esta categoría, que igualmente pretende disimular –a veces lo logra en el caso de personas que son sus devotas seguidoras y no son particularmente exigentes— con un torrente de verborragia que satura al más paciente, como ocurrió con el histórico «¿por qué no te callas?» del rey de España en la cumbre iberoamericana, que salpica con algunas ocurrencias para el festejo de la tribuna y el auditorio adicto que sigue sus diatribas a través del «Aló presidente» en que durante horas arenga a sus conciudadanos.
Y en realidad podría ser hasta divertido, por lo menos para quien le sobra el tiempo, digerir las piruetas verbales del mandatario caribeño, hasta donde pueda tolerar la dosis de iracundia y «sabiduría» derramada a raudales, mediante la que ilustra a los cándidos mortales sobre todas las maldades que existen en el mundo, y de las que invariablemente toda la culpa es de Estados Unidos. Y por las dudas, también incluye a algún otro gobierno u organismo internacional cuya postura no sea de su agrado, o peor aún, se atreva a deslizar alguna crítica más o menos directa a su gobierno.
Una muestra cabal de esta actitud mesiánica la tuvo Chávez en las últimas horas, cuando expulsó de Venezuela al directivo de Human Rights Watch (HRW), José Miguel Vivanco, director para las Américas de la organización, por cuanto «este ciudadano, portador de pasaporte chileno, ha violado la Constitución y las leyes de la República Bolivariana de Venezuela, agrediendo a las instituciones de la democracia venezolana, inmiscu- yéndose ilegalmente en los asuntos internos de nuestro país».
El informe de HRW fue presentado con motivo de los diez años de gobierno de Chávez, en el que entre otros aspectos, se acusa al mandatario de controlar el poder judicial, limitar la libertad de prensa, despedir a trabajadores estatales afines a la oposición e incluirlos en listas negras y negar acceso a programas sociales a críticos del gobierno.
Por supuesto, a nadie que tenga más o menos alguna idea de como se las gasta el mandatario «bolivariano» puede sorprenderle que exponer las falencias democráticas del gobierno de Chávez desate las iras de su gobierno. Pero en esta oportunidad ha cometido un error fatal, propio de los regímenes personalistas y autoritarios: reaccionan de una manera tan iracunda e intolerante que no hacen otra cosa que dar la razón a la crítica de sus detractores.
Así lo hizo ahora, al destratar al dirigente chileno y a la organización por ser «paga por el Departamento de Estado» y a Vivanco, «un personalito que hace lo que le ordena el imperio», un mercenario «que actúa con el apoyo de los medios nacionales e internacionales enemigos de la revolución».
También lo hizo en su momento la dictadura que se instaló en nuestro país desde principios de 1970 hasta mediados de los 80, cuando la oposición –casi todo el país—cuestionaba el carácter tiránico y de conculcación de libertades por el régimen. En su particular visión intolerante, y ante el torrente de críticas, la dictadura emitió un particular decreto, por el que pretendiendo descalificar y cerrar el paso a sus detractores, lo único que hizo fue darles la razón: «prohíbese atribuir intenciones dictatoriales al Poder Ejecutivo», sostenía el incalificable decreto, que hubiera dado para la risa si no hubiera sido porque se aplicó a rajatabla en un intento más, desembozado y ridículo, de acallar a las fuerzas democráticas.
Y Chávez, como el aprendiz de brujo, reacciona con la misma torpeza, encerrado en su submundo de fantasía y rodeado de genuflexos que le dan la razón, con tal de no desatar su ira y ser sometidos al escarnio: expulsa a los detractores que lo acusan de intolerante y autoritario, lo que no hace otra cosa que justificar las críticas, en caso de que hubiera alguna duda.
Pero, bueno, es el precio de la megalomanía, de quienes ven la paja en el ojo ajeno, de quienes despotrican contra el imperialismo y un día sí y otro también amenazan con intervenir en los países vecinos, para defender la «revolución» contra el invasor extranjero, ese sí indeseable, en su particular óptica del mundo dividido entre buenos y malos.
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