Paysandú, Viernes 03 de Octubre de 2008
Locales | 28 Sep Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos. El 28 de setiembre de 2007 llegué al aeropuerto internacional de Philadelphia para reiniciar mi experiencia inmigrante, listo para retornar al trabajo y mi vida en esta nación. Pero en pocas horas descubrí que no tenía ni trabajo, ni lugar donde vivir, ni (casi) dinero en el bolsillo. Entonces, del desaliento me sacaron voces hasta entonces desconocidas -casi todas-, que con su solidaridad y su apoyo concreto pintaron color esperanza el gris de aquella realidad.
Abandoné el Sur y vine al Norte de New Jersey, para reiniciar desde cero el camino de un inmigrante en busca de un presente mejor, con el cual construir un futuro que permita vivir sin desvivirse en el paisito. Inicié, en definitiva, el largo camino de regreso a casa, allá al otro lado del mundo.
Poco a poco, paso a paso, la historia fue recomponiendo una realidad cotidiana, entre salarios y cuentas a pagar. Embalar relojes, aprender panadería, distribuir periódicos, repartir pizzas. En fin, trabajos de inmigrante, en esta enorme nación, donde el triunfo y el fracaso casi van de la mano, caminan por la misma senda y se los puede encontrar a la vuelta de cada esquina.
Los meses fueron pasando, el frío dejó paso al tiempo templado primero y al calor luego, y ahora de nuevo, el calor se repliega mientras el frío prepara su próximo reinado.
Fue en julio cuando llegué a un punto en que se hizo patente la necesidad de provocar un gran cambio en mi vida de inmigrante. Mientras los gringos celebraban otro aniversario de la Independencia, en medio de tantos fuegos artificiales, en mí crecía desde el pie (como canto Alfredo) una especie de revolución intestina, unas ganas de cambiar, de volver a empezar, de barajar y dar de nuevo, de buscar mejores oportunidades. El problema principal que enfrentaba entonces era el uso casi abusivo del automóvil, al que en menos de un año le había añadido más de 40.000 kilómetros, haciendo «deliveries».
Cambiar de trabajo era imprescindible. En Pennsylvania surgió una posibilidad para gerenciar un restaurante, y eso trajo nuevas esperanzas. Pero las semanas fueron pasando y eso no se concretó. Otros caminos intentados también llevaron a ninguna parte.
Llegó agosto, pasó y dio paso a setiembre. Para entonces, la crisis emocional era profunda, aunque ni siquiera los amigos de aquí cerca lo sabían.
Una de esas noches en que no era posible dormir las pocas horas de que disponía, antes de iniciar el reparto de diarios, vaya uno a saber por qué, la solución llegó clara y cristalina. La única salida era aplicar la «filosofía» de «Los Shakers» (rompan todo). Lo único que quedaba era cambiar profundamente, de raíz.
Al otro día conversando con Horacio Gauthier, me enteré que había un amigo uruguayo en Randolph, ubicada un poco más al Este, que tenía un altillo para alquilar. Sonaba bien para comenzar a romper todo. Precisamente él también reparte diarios y le había hecho una suplencia de una semana, mientras tomaba unas vacaciones con su familia.
Esa misma noche, busqué empleo por Internet. Me inscribí en una agencia de empleo, Manpower y me postulé a un trabajo en un hotel en Newark, la ciudad más grande del estado y su principal motor económico, a solamente 8 kilómetros de Manhattan.
La historia –siempre- tiene algo de mágico y de suerte. Aún hoy me pregunto cómo llegué a esa página de Internet y todavía no he logrado una respuesta. Simplemente puse mis datos, en busca de un trabajo en el restaurante Libertad del hotel Renaissance Aeropuerto Internacional de Newark, perteneciente a la cadena Marriott.
Dos días después fui llamado desde el hotel y un día después me entrevisté con la gerente del restaurante. Cuatro días más adelante hablé con otros tres gerentes, incluido el gerente general, quien al final dio luz verde al indicar «está listo para la próxima puerta», la de la gerencia de Recursos Humanos.
Pasados otros diez días, el 18 de setiembre ingresé al restaurante, que tiene el mismo nombre del aeropuerto internacional (en honor a las víctimas del 11/9), con un tráfico anual de 30 millones de pasajeros, lo que lo convierte en uno de los más grandes de Estados Unidos.
Mi puesto no es nada glamoroso, soy asistente de mozo, pero cada seis meses la empresa otorga la posibilidad, a quien lo desee, de buscar otro trabajo en cualquiera de los 3.000 hoteles que posee alrededor del mundo. En estos días, de paso, Marriott ha asegurado la operación del ex hotel Casino Carrasco, en Montevideo.
Paralelamente a mi nuevo trabajo, por el cual dejé los dos que tenía hasta entonces, me mudé a la casa de Lenis Marcovich, quien vive junto a su esposa Mabel, sus hijos Micaela y Lucas, y doña Blanca y Griselda, abuela y tía de Mabel. Un gran altillo, con espacio para un dormitorio, una sala de estar y más, televisión satelital (con un «toco» así de canales) e Internet inalámbrica, pasó a ser mi «mansión». Una familia uruguaya puro corazón hace de este rinconcito gringo un lugar bien criollo, incluidos los asados domingueros.
En menos de 20 días, logré el objetivo, rompí con todo lo anterior (obviamente, los amigos se mantienen como el primer día) e inicié un nuevo camino. Otra vez desde abajo, pero esta vez, recuperando la semana de cinco días, las 40 horas de trabajo.
Setiembre es el mes que sacude mi vida de inmigrante. Lo hizo en 2008 como en 2007. Como Alejandro Lerner me pregunto si la vida me sonríe o se ríe de mí («Se ríe de mí», del disco «Si quieres saber quién soy», 2000).
No tengo aún la respuesta. La vida de inmigrante es plena en sorpresas, y sacudones. ¿Qué me deparará setiembre de 2009?
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