Paysandú, Viernes 03 de Octubre de 2008
Opinion | 01 Oct Las autoridades de la Universidad de la República siguen enfrascadas en una discusión entre los respectivos órdenes a efectos de presentar durante la actual legislatura un proyecto de reforma de la Ley Orgánica de la alta casa de estudios, en cuyo tratamiento han salido a luz divergencias sobre viejos temas sin resolver y hasta tabúes que son asumidos desde siempre como si fueran la verdad revelada y por lo tanto sin ninguna disposición para revisarlos, cual tablas entregadas a los mortales por los profetas en los tiempos bíblicos.
En realidad, elementos de carácter ideológico, y la resistencia a los cambios con la excusa del autogobierno y la autonomía son los aspectos que hacen que esta discusión no encuentre mayores puntos de avenencia, sobre todo a partir de posiciones irreductibles, que son ya históricas, que siguen aferradas a la tesis de la gratuidad absoluta y a que todos los ciudadanos deben aprobar los fondos que sean necesarios para que la Universidad haga lo que quiera, porque es grandecita y sabe mejor que nadie cómo son las cosas.
Esta soberbia y sentido elitista de las cosas se arrastra desde la fundación de la Universidad de la República, que se ha caracterizado en su gestión autónoma por encerrarse en su propio conocimiento, creyéndose depositaria absoluta del conocimiento, para distribuir migajas entre la sociedad que la sostiene, siempre y cuando lo crea conveniente.
Ahora la discusión está centrada en la posibilidad del cobro de aranceles en los cursos de posgrado, sobre lo que se manifiestan posiciones encontradas, a partir de que la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUU), encabeza los sectores que reivindican que la futura Ley Orgánica garantice la gratuidad en todos los niveles universitarios –incluidos los posgrados— y algunas facultades y docentes sostienen que se debe mantener la situación actual, que permite el cobro de «derechos universitarios» en aquellos posgrados que tienen un perfil profesional y no académico.
En cambio, para el orden estudiantil, en todos los casos estos cursos deben ser gratuitos, pero como no existen los almuerzos gratis, esto significa que lisa y llanamente el costo va a ser absorbido por los ciudadanos, dentro del presupuesto universitario, en nombre de una «igualdad» que es una burla que se pretende disimular con los eslóganes y facilismos de siempre. Burla sobre todo para los estudiantes del Interior, que no llegan al 40 por ciento de la matrícula universitaria, cuando los jóvenes en edad universitaria son prácticamente el 60 por ciento del total, lo que reafirma el concepto, por si alguien tenía alguna duda, de que la enseñanza universitaria «gratuita» en nuestro país en los hechos establece un subsidio del Interior para que los montevideanos puedan educarse y capacitarse sin mayores sobresaltos, mientras que quienes residen al Norte del Santa Lucía, y más aún a medida que crece la lejanía con Montevideo, pasan las de Caín para poder asistir a cursos universitarios.
Algo se ha avanzado sí, en los últimos años, a partir de la incorporación de carreras cortas y el dictado de parte de cursos en zonas del Interior, sin olvidar la instalación de la Universidad del Norte en Salto.
Pero esta «descentralización» ha sido muy parcial y un paso muy limitado en cuanto a ofrecer las mismas posibilidades al estudiantado del Interior que al de Montevideo.
Y en los hechos, el perfil del potencial estudiante excluido de la Universidad, pese a que en los papeles y por la «gratuidad» todos tendrían los mismos derechos, son los jóvenes del Interior de menores recursos económicos, lo que explica que la enorme mayoría de los egresos de la enseñanza terciaria correspondan a los estratos sociales más altos y eminentemente capitalinos.
Contra esta desigualdad e injusticia son muy pocas las voces que se alzan en el ámbito universitario, y también en la fuerza de gobierno, que con algunas excepciones ha estado en sintonía con esta prédica en esencia montevideana y elitista, pese a que se pretenda transmitir exactamente lo contrario a la ciudadanía.
Este es precisamente el gran tema pendiente, como disponer por fin el cobro de matrícula a los estudiantes de familias pudientes, para afectar estos recursos al pago de mejores becas a los estudiantes del Interior y así por lo menos atenuar las diferencias que obran como discriminación hacia los jóvenes que residen lejos de la capital.
Y mientras se sigan haciendo los distraídos, para mantener cuotas de poder y levantar como bandera la falsa «gratuidad», poco y nada de bueno debe esperar el ciudadano de estas discusiones en la Universidad parapetada detrás de sus mitos.
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