Paysandú, Domingo 05 de Octubre de 2008
Opinion | 30 Sep Aunque desmentida –con escaso énfasis— por el canciller argentino Jorge Taiana, la decisión del gobierno argentino de disponer el levantamiento en el futuro más o menos inmediato del corte del puente «General San Martín» aparece como inevitable a esta altura de los acontecimientos, ante un movimiento seudoambientalista que se ha debilitado por su propia irracionalidad, perdido prestigio dentro y fuera de fronteras, y porque además cada vez se alzan más voces en la propia Argentina respecto a lo contraproducente de esta medida.
Además, los activistas tienen abierto un flanco muy comprometido en su propia zona, y sobre el particular han circulado correos en la propia Entre Ríos, haciendo notar el contrasentido de promover esta lucha fanática contra la instalación de la planta de celulosa de Botnia por la supuesta contaminación que va a causar en el río Uruguay, mientras paralelamente los efluentes del parque industrial de Gualeguaychú son un factor de fuerte degradación de las aguas, a lo que se agregan los vertidos hospitalarios contaminantes que van a dar al arroyo Gualeguaychú, que desemboca en el río Uruguay. Y ni siquiera corresponde la crítica basada en el «mal de muchos, consuelo de tontos», porque la planta de Botnia no debería funcionar ni un minuto si efectivamente contaminara, pero este extremo no se da ni por asomo, a juzgar por las pruebas y mediciones que se están desarrollando en nuestro país y por la propia Argentina, aunque en este último caso sin mayor publicidad.
El punto es que se dejó crecer un movimiento que se basó en eslóganes y experiencias negativas de hace muchas décadas, incluso en la Argentina, donde siguen funcionando plantas contaminantes, pero no con la moderna tecnología que emplea la empresa finlandesa en Uruguay, que es la misma que utiliza en la plantas que tiene en su país y que se ajusta a los últimos y severos códigos de la Unión Europea.
Este aspecto debería bastar si se hiciera una evaluación racional del tema por quienes discrepan en Gualeguaychú con la instalación, pero como surge de los acontecimientos, es inútil esperar algún acto de mínima racionalidad de la asamblea, donde ha surgido una especie de competencia por quien «saca más pecho» y redobla la apuesta a la confrontación, como si fuera una cuestión deportiva.
El tiempo juega igualmente a favor de Uruguay, al crecer el deterioro del apoyo que en su momento tuvo la asamblea –siempre mucho menor al que proclaman, desde que en gran medida es producto de amenazas y del temor a ser «escrachados» de los ciudadanos en discrepancia— y a la vez surgir intereses encontrados con quienes en su momento los respaldaron, aunque tibiamente y no por consenso.
La apuesta de Concepción del Uruguay a reactivar su puerto, fuente de ingreso y salida de la producción de una vasta zona, prácticamente inmovilizado por la falta de dragado, se constituye en factor de creciente discordia con Gualeguaychú, porque cada vez hay menos gente dispuesta a sacrificar desarrollo por una causa perdida y que nunca tuvo razón de ser, aunque en todo momento se trató de dorar la píldora para hacerlo parecer como una reivindicación justa y de carácter nacional.
Es que los activistas se resisten a toda costa a ponerse en los pies de los ciudadanos uruguayenses, que reclaman el dragado de los pasos para que puedan llegar los buques de ultramar a su puerto, como hasta no hace muchos años. Entienden que este dragado favorecería a Botnia, cuando en realidad la empresa finlandesa hace rato que descartó la posibilidad de transportar la celulosa por buques de ultramar, y desde que comenzó la exportación está utilizando barcazas de gran porte y muy bajo calado, que no tienen inconvenientes en los pasos aún en épocas de sequía.
Este parece un tema menor para los asambleístas, pero se ha llegado a una altura en que no todos están dispuestos a seguirles el juego, tanto en la ciudad vecina como en la propia gobernación entrerriana o en Buenos Aires.
Es que por encima del delirio y el fanatismo, termina imponiéndose el sentido común, la búsqueda de alternativas a la confrontación y sobre todo de canales de desarrollo para los pueblos, que no pasan por pararse en un puente y cerrar los ojos hasta que los deseos sean satisfechos, como un niño caprichoso que quiere obtener su antojo a cualquier precio.
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