Paysandú, Miércoles 08 de Octubre de 2008
Opinion | 08 Oct Una de las «justificaciones» más comunes para que a las empresas del Estado se las proteja con monopolios sostiene que de esta forma se defiende «soberanía» en áreas estratégicas, de forma que el país pueda ser menos permeable a presiones o manejos de sectores interesados en desvirtuar la actividad de que se trate, sean tanto de origen nacional como extranjero.
Este es un buen ejemplo de cómo es posible presentar ante la opinión pública problemáticas que solo son expuestas parcialmente, con facilismos y eslóganes fáciles de digerir, porque además se basan en el paternalismo histórico, el del viejo Estado benefactor, que durante décadas ha encarnado la visión del uruguayo medio, la de la seguridad de un empleo público, la de la comodidad frente a la alternativa de asumir riesgos.
Es decir que el Estado ha estimulado históricamente la mediocridad frente al riesgo emprendedor, y ello explica que contra- riamente a lo que ocurre en los países desarrollados, la gran mayoría de la población sueña con un empleo público más o menos bien remunerado, pero por lo menos bajo el manto protector del Estado, en el que se puede trabajar cómodamente, protegido además por sindicatos que ejercen fuerte presión sobre el gobierno de turno.
En los países en serio las cosas no funcionan así, sino que se reduce el Estado al mínimo imprescindible, y en el caso de los servicios, en lugar de prestarlos directamente, contrata a operadores privados o establece concesiones, lo que permite flexibilidad a la hora de elegir las mejores ofertas, en beneficio del contribuyente y a la vez una actualización permanente en la gestión.
En nuestro país, en cambio, seguimos atados a los viejos vicios, a la burocracia, a la dispersión de las responsabilidades, al maltrato en las oficinas al ciudadano común, al lento trasiego de expedientes, a la parsimonia en las decisiones, a licitaciones que se hacen eternas y que se desvirtúan –el último caso de UTE es un ejemplo, cuando las lamparillas de bajo consumo llegaron después que se superó la emergencia energética debido a la tramitación inherente a las compras del Estado— y que en todos los casos determina sobrecostos y se desvirtúan los objetivos.
«Mal de muchos, consuelo de tontos», sostiene el refrán, y ese es precisamente el elemento que encaja en el discurrir de la actividad socioeconómica de un país en el que todos sabemos que el Estado es el convidado de piedra de cualquier acometimiento empresarial, y con la fundada sensación de que la tajada que se lleva va a parar a fines que poco y nada tienen que ver con el interés general. Entre ellos figura el sostener la burocracia de los organismos del Estado, la ineficiencia de los monopolios y encima, financiar aventuras empresariales que no tienen ningún sentido y que sin embargo, como el complejo sucroalcoholero de Bella Unión, son buque insignia de un gobierno contradictorio, que mientras promueve las asociaciones con privados en determinadas áreas para por lo menos dejar de perder tanto dinero a menos llenas, a la vez hace realidad una concesión a sectores históricos de la coalición de izquierdas, aunque deban invertirse decenas de millones de dólares en un proyecto que nadie sabe cuanto le sale al país en realidad.
Como bien sostiene el columnista Julio Preve Folle, en el suplemento «Economía y Mercado» del diario «El País», esta iniciativa «es una forma de destruir recursos», que se pretende justificar «con un mensaje burocrático de la propaganda oficial, engañosa y tonta, también pagada con nuestros recursos, que son el combustible del tanque». Pero peor aún, Ancap y el gobierno ni siquiera se molestan en presentar números de «cuánto estamos poniendo en total los uruguayos para el funcionamiento de esta política: cuánto en sobreprecios, en pérdidas industriales, en compra de carteras», para por lo menos sopesarlos con los beneficios.
Que no deberían ser muchos, en realidad, porque ni siquiera están conformes los plantadores de caña, los productores y asalariados, los cortadores de caña, los camioneros y los productores independientes, que sostienen que es imposible trabajar con los valores que les paga la empresa.
Es que la ecuación económica no puede dar por ningún lado, si se parte de la base de que se planta caña de azúcar, un cultivo tropical que rinde hasta determinada latitud, en la que por supuesto no está nuestro país, y que solo podría sostenerse en nuestro invierno con calefacción.
Y como parece que para el Estado el problema no son los costos, cuando hay de por medio razones políticas e ideológicas, los uruguayos tendremos que seguir cargando con estos despropósitos, que sin dudas son la antítesis de lo que debería ser el mentado Uruguay Productivo.
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