Paysandú, Lunes 13 de Octubre de 2008
Locales | 12 Oct La inseguridad, la verdadera, la que golpea día tras días a los uruguayos y en nada se relaciona a la manida «sensación térmica», se compone de hechos aberrantes que en su conjunto constituyen la usina generadora del miedo que tan mal nos hace y lo que es peor, nos divide, nos enferma y nos deja más indefensos ante el delito. Sin embargo, muchas veces, aun cuando hagamos lo necesario por estar más cerca de nuestros afectos y más alejados de las amenazas externas, las circunstancias confabulan para acorralarnos y demostrarnos una vez más que a esta altura de los acontecimientos quedan pocos lugares donde esconderse. La mujer que en esta oportunidad prestó su testimonio a esta sección, domiciliada al Norte de la ciudad, no fue víctima de una pandilla callejera, pero desde hace varios años viene siendo objeto de robos y arrebatos. Lamenta las pérdidas materiales, pero por sobre todo, asegura que difícilmente superará el daño psicológico que le produjeron estos hechos.
Hace aproximadamente 10 años, vivía en la zona céntrica, pero un accidente doméstico la situó frente la necesidad de estar más cerca de su hermana. Así fue que, aprovechando que era propietaria de un terreno en la zona, decidió abandonar la casa céntrica y construir junto a la de aquella, en la zona de Dr. Roldán. El nuevo barrio parecía tranquilo. Gente tomando mate en la vereda, portones abiertos y una calle transitada, constituían un escenario ideal para comenzar una nueva vida. Sin embargo, tras la aparente tranquilidad, se escondían muchas y desagradables sorpresas.
Detrás de las fachadas y el bullicio de la avenida se extiende un enorme terreno baldío, desde donde los delincuentes, lejos del alcance de las autoridades, acceden con extrema facilidad a las viviendas.
Un domingo, cuando los albañiles aún no habían concluido la obra, la recién llegada recibió la peor de las bienvenidas.
«Un domingo, cuando todavía la gente iba mucho a los partidos de fútbol, tuve que venir hasta el centro por cuestiones de trabajo. Cuando regreso, habían roto el vidrio de una ventana y habían revuelto los dormitorios. Se ve que buscaron dinero y no encontraron, pero se llevaron alhajas», relató.
La Policía no pudo dar con los responsables. La víctima lamentó su mala suerte e intentó seguir con su nuevo proyecto de vida, pero el destino le depararía nuevos sinsabores.
Tierra de nadie
«Tiempo después, al llegar un sábado de noche, vi luces prendidas y escuché un ruido en el fondo», recordó.
Sus peores sospechas se hicieron realidad. Los ladrones entraron, revolvieron y al no encontrar dinero, se llevaron el resto de las alhajas. Los policías regresaron, sermonearon a su hermana por no ser una cuidadora más eficaz y al igual que la primera vez, nada se supo de los responsables.
El panorama era desolador, pero no se dejó ganar por el miedo. Meses después, ya jubilada, organizó un viaje al Sur argentino junto a unos amigos. Una tarde acudió al banco a cobrar su jubilación, pero según recuerda, mientras estuvo en el lugar, la invadió la extraña sensación de que era observada. Mantuvo la calma y ya con el dinero en su poder, atravesó el corredor que conducía a la calle, pero al llegar a la puerta, cruzó su mirada con la de un hombre que permanecía sentado cerca de la entrada. El desconocido la miró fijamente, pero ella siguió su camino. Hizo otros mandados, cambió el dinero necesario para el viaje, condujo hasta la casa de su hermana y cuando estaba por descender del vehículo, sucedió.
«No escuché nada, no vi a nadie. Tenía la cartera atravesada y cuando tomaba un montón de papeles desde el otro asiento, siento que alguien me tironea la cartera. Pensé que era un vecino, pero el segundo tirón fue más fuerte. Entonces el tipo, muy hábil, agarró la cartera y tironeó nuevamente. Yo me caí porque en ningún momento la solté, pero la correa reventó y él corrió hasta la esquina».
Observó con estupor cómo el ladrón se alejaba y logró ver su complexión física. Esta vez hubo denuncia, juicio, abogados y muchas idas y venidas, pero el ladrón tampoco apareció. Indignada, le envió una carta al entonces ministro del Interior, Guillermo Stirling. Tiempo después la Policía se comunicó con ella para comunicarle que habían atrapado al arrebatador en Montevideo.
«Pero cuando lo vi me di cuenta de que no era», afirmó.
La Policía estaba convencida de tener al responsable, pero ella lo había visto bien y sabía que no era. El sospechoso recuperó la libertad.
Convivir con
la delincuencia
Darse por vencida, abandonar su nueva casa o esperar que las cosas cambiaran de un día a otro, no eran opciones. Instaló rejas, colocó portones y conoció el martirio que significa sobresaltarse por un minúsculo sonido en medio de la noche. Los ladrones, mientras tanto, siguieron visitando la propiedad.
Una noche, uno de ellos intentó escalar el muro llevando una garrafa. Ella se levantó, encendió las luces y el intruso huyó abandonando el botín cerca de la entrada.
Se sentía acorralada. Allá atrás, el interminable terreno baldío, solitario durante el día y lleno de sombras durante la noche, era sinónimo de impunidad y miedo.
En agosto, mientras recorría el patio cerrado donde está la churrasquera, miró hacia el techo y constató que habían removido una teja. La señal era clara: los invasores habían encontrado un punto débil y lo explotarían.
El peor rostro de la inseguridad comenzaba a manifestarse en su psiquis. Comenzó a desconfiar de los extraños que por diferentes razones llegaban cerca de la entrada. Poco después, alguien logró introducirse a la casa y llevarse una cámara fotográfica, el mismo día en que le robaron leña a uno de sus vecinos.
En otra ocasión, los delincuentes serrucharon la pata de una mesa de roble para llevarse una máquina de cortar pasto que el jardinero había dejado encadenada.
«La última vez, levantaron las tejas en la churrasquera y en el garaje. Entraron, revisaron, abrieron los autos, pero aparentemente no pudieron llevarse nada», agregó.
Vivimos tiempos difíciles. El gobierno anunció la instrumentación del nuevo Plan Integral de Seguridad, los políticos intercambian acusaciones y la criminalidad no disminuye. Sería bueno que antes de hablar de «sensación térmica», alguien se tomara el trabajo de remitirse a la situación que atraviesan muchos de nuestros conciudadanos. Personas que aun lamentando la pérdida de cosas materiales, aseguran que el peor daño es el que no se ve, pero se siente. Cada noche, al poner la cabeza en la almohada.
«No dormís bien, soñás con los robos, soñás con los ladrones, y no es lindo. Psicológicamente es un trauma, es verdad», aseguró.
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