Paysandú, Viernes 17 de Octubre de 2008
Locales | 12 Oct VIVENCIAS
EL TELEGRAFO, ese árbol ya casi centenario plantado en la ciudad donde luce su frondosa copa, testigo y partícipe de tantos hechos y épocas diversas, buenas y de las otras, que han ido jalonando su historia y la de ese, su departamento sin renegar nunca de sus principios, no se olvida de sus raíces bien metidas en este suelo sanducero, oriental. Generaciones de directivos y hacedores lo han hecho posible con su entrega diaria para llegar a ser lo que es: «Serás lo que debes ser y si no, no serás nada».
No es este un elogio gratuito sino un merecido reconocimiento a su trayectoria sin claudicaciones aún en los tiempos difíciles, que los hubo. Y que los conocemos desde gurises cuando leíamos esporádicamente a la luz de un candil o farol a querosén aquellos folletines que traía de «Carot corta cabezas» o «Las aventuras de Sherlock Holmes», que nos fascinaban.
Hace un tiempo, éste, nuestro diario, culminó con un racconto un trabajo periodístico desarrollado, creo, durante un año --y lo sigue haciendo-- por cronistas inquietos que visitan diversas localidades de este interior profundo nuestro, pedazo del país, conversando con su gente, sabiendo de sus necesidades, de su verdad, de sus frustraciones, de su marginación en su propio medio natural, viendo, tocando esa realidad —incorpórea pero tangible-- palpable, que tiene la misma elocuencia con que se oye el silencio. Que en resumen es lo que va quedando de esa campaña otrora pujante, vigorosa, rica en gente, en familias numerosas, en producción de valores humanos, en recursos de toda índole, de bienes y dinero que hacía que todos los estratos sociales, sin exclusión, convivieran armónicamente cada cual en su función o rol, sabedores de que cada cual dependía de su esfuerzo, para sí y los demás. Cuando todavía no habían inventado políticamente, así, con minúscula, para explotarla después, esa línea imaginaria que hay que agacharse para pasar debajo de ella.
Todo esto que escribimos con convicción no nos lo contaron, lo vimos, lo vivimos desde que nos criamos tuteándonos con el Queguay, desde su orilla, sacándole algún bagre o boga para asarlos al rescoldo del cenicero de la cocina a leña. Cuando para vadearlo había que hacerlo por la calzada del siglo XIX o por la balsa, que una vez la riada de una creciente la dio vuelta, cargada de ganado. Y que después para unir esas dos mitades del departamento vimos hacer, allá a mediados de los años veinte, en su segunda mitad, ese airoso puente que hoy para pasarlo hay que pagar peaje... Yendo con los otros hermanos a la Escuela - Liceo 35 de Constancia, de la maestra Rosita Deandreis Cartabbia, en sulky o a caballo, por caminos de tierra. Luego sin transición, pues había que trabajar, o seguir trabajando, ya como productores integrados al conjunto participamos siempre de ese proceso creativo evolutivo que lo era en lo social, económico y cultural. Alternando en la sociedad contemporánea con ese sello característico que llegó a tener, con esa mística propia que la hacía bastarse a sí misma, conformando ese todo indivisible que es campo, familia, hijos, gente, comunidades rurales y éstas con sus escuelas, comisiones, policlínicas; núcleos que se proyectaban a las ciudades; verbigracia, a Paysandú, a Guichón, con las que crecieron mutuamente en un proceso de sístole y diástole.
Pero todo esto que tratamos de mencionar en este mal hilvanado escrito y que ocurrió en los tiempos de bonanza social cuando el que trabajaba en el campo podía echar raíces, formando familias que a su vez se multiplicaban, criando ovejas, cerdos o vacas, esquilando, ordeñando, haciendo quesos, etcétera... o labrando la tierra con herramientas o con las manos, podía capitalizar su esfuerzo en un pedazo de tierra, en un rancho, una casa, un vehículo, en un bienestar acorde a su capacidad o medios. Pero todo eso que era posible, lamentablemente ahora ya no es, fue....
Lo condensó a la perfección en una frase el señor Héctor Díaz Bono en uno de esos reportajes de EL TELEGRAFO a que hacíamos referencia al principio: «Además, aquella filosofía de trabajo se perdió»; frase que es todo un epitafio de ese pasado de trabajo duro, constante, de miles y miles de productores de ambos sexos, que fueron, fuimos... dejando por el camino «pedazos de corazón», y no en sentido figurado sino dolorosamente real, en el transcurrir del trabajo de toda la vida de sus protagonistas.
«La Patria se hizo a caballo», en el campo, en esta nuestra campaña, cabalgando la historia, cinchando nuestra independencia en las tareas rurales de todos los tiempos. Y nos estamos quedando de a pie, sin espuelas, pero con el rebenque en la mano, como un estandarte, como una llama olímpica que quiere llegar al pebetero...Este Interior que es casi todo el país, o su manantial, (perdón por la petulancia) se nos está yendo de las manos, de debajo de nuestros pies, extranjerizándose; en tierras pero también en esencia. Esa misma esencia, mística, sueño u obsesión que tuvo Artigas cuando instaló como un mojón de patria su gobierno en Purificación, en el Hervidero.
Perdón don José por tanta inconsecuencia nuestra. Esa pérdida de soberanía que en concreto lo es, y contra la que tanto luchó Wilson sin que lo quisieran escuchar, y que un cantor criollo que no recuerdo quién, plasmara en versos, personificando a un paisano al que con dinero o leyes absurdas como ahora, le querían quitar su tierra, que era su vida: «No venga a tasarme el campo/ con ojos de forastero./ Ahora nos están comprando los campos/ con plata del extranjero/ y con ella una porción equivalente de soberanía».
Y tantos establecimientos rurales, pioneros en su género, con cascos e instalaciones hechas específicamente para su función, como cabañas, por ejemplo, ahora arrumbadas, inútiles, entre esa nueva vegetación foránea de eucaliptos, que como un tsunami se está llevando en su reflujo desde el Interior hacia el centralismo toda esa estructura que costó generaciones y generaciones construir. Con el drama de toda su gente de mentalidad campesina, del medio y para el medio, de-sarraigados, desestabilizados, empujados a los pueblos o ciudades, parias en su tierra; o emigrando los jóvenes, sangría de ciudadanos que está anemizando al país, de presente y futuro.
Sin duda que muchos de la ciudad que no conocen lo que es el campo tanto en su dimensión física como «en eso otro» que tiene —tan grande pero a la vez tan etéreo que es tan difícil para el profano definir con palabras— dirán al leer esto, que son divagaciones sin sentido, o de un resentido. Pero el que esto escribe sabe que, como decía mi madre con esa sabiduría de las personas sencillas a quienes la vida les había enseñado mucho, cuando nos costaba decir lo que pensábamos o entender lo que otro decía: «Hijo, sale de la bolsa lo que hay adentro». Y esto es lo que «nos sale», a mí y a todos esos paisanos y paisanas nuestros, que los cronistas de este diario siguen encuestando. Ricardo M. Fuidio Ferrari
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