Paysandú, Sábado 25 de Octubre de 2008
Locales | 24 Oct Este relato pretende recapitular una de esas historias de las que nuestros nietos seguramente jamás se enterarán. Quizás algún recuerdo pueda aproximarse a la verdad de los hechos, aunque de todos modos la fidelidad de la historia irá perdiendo consistencia y credibilidad.
De botas, en alpargatas o zapatos de vestir. Sombrero de ala ancha, panza de burro o boina vasca. Los detalles poco importan cuando de «sacudir las tabas» se trata. Así nomás y sin muchas presentaciones, basta con escuchar los acordes del guitarrón o los agudos del acordeón de tres hileras para que la estampida hacia la pista sature rápidamente el espacio destinado para la diversión. Los bailes en la campaña son un motivo suficiente para demostrar la destreza y plasticidad de la dama y el caballero, quienes con simpatía provocan risas, aplausos y bromas entre los presentes. Según cuentan los relatos colectivos de varias de las comunidades rurales, hubo un tiempo en que ese entretenimiento fue muy popular. La astucia del bailarín podía revelar en pocos segundos cuan hábil era en la pista hasta llegar a transformarse en el seductor más aclamado del encuentro festivo. Rápidamente el polvo que se levantaba enrarecía la atmósfera, bajando drásticamente la capacidad visual de los presentes. Sin embargo, previendo ese tipo de situaciones, en las que hasta para hablar con la pareja resultaba dificultoso, los organizadores pasaban varias veces provistos de baldes con agua y creolina para mitigar el apremiante momento.
Quermeses, bailes escolares o encuentros sociales en galpones que durante la semana oficiaban como graneros eran utilizados recurrentemente para recrear y divertir –al menos una vez a cada siete u ocho días– a todos aquellos que entregaban sus vidas a las duras tareas del campo. Un aniversario escolar o una fecha patria, una simple quermese o el cumpleaños del pueblo; toda fecha en rojo marcada en el almanaque era motivo para la convocatoria.
En tanto, y mientras las horas pasaban, varios perdían velozmente la noción del motivo del encuentro. La polvareda era de tal dimensión que muchos afirmaron que con un solo baño no resolvían el pleito y que un lavado de cabeza consumía varias regaderas y un par de barras de jabón. No faltó alguien que asegurara que la cerrazón provocada por los pisos de tierra podía hacer dudar si se estaba bailando con la novia o con la hermana.
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