Paysandú, Martes 28 de Octubre de 2008
Opinion | 26 Oct El éxito o fracaso de un gobierno se puede juzgar de varias maneras, atendiendo a factores económicos, sociales, de respeto por las libertades individuales, logros en educación, etcétera. Así, se puede considerar exitoso en uno u otro aspecto incluso a un gobierno totalitario, como es el caso del cubano en relación a la mejora de la salud pública y la educación, reconocidas en todo el mundo, incluso por los más férreos opositores al régimen de la isla.
Pero al fin de cuentas el objetivo final de toda administración es fomentar la paz social y la felicidad de su pueblo, que puede no coincidir con los fríos números de la macroeconomía o las buenas intenciones detrás de cada decisión política. Si esto no se logra, lo demás pasa a segundo plano y las heridas del rencor, justificado o no, opacan cualquier conquista por meritoria que sea.
Quizás esa sea la percepción que muchos ciudadanos tenemos de este gobierno, que aún habiendo adoptado políticas de intenso impacto en la sociedad y sostener que se ha jugado el todo por el todo por el asalariado y por el que no tiene un salario, el resultado sigue siendo el descontento generalizado y la confrontación en todos los frentes. A fuer de sinceros, con solo hacer un seguimiento de las noticias que diariamente llegan del ámbito nacional, resulta difícil entender el estado de situación actual, en que a diferencia de lo sucedido en períodos anteriores no existe una causa común que integre amplios sectores de la sociedad, sino una especie de guerra constante de todos contra todos, cada uno con su propia verdad o necesidad.
Así, los sindicatos se enfrentan duramente a las patronales, pero al mismo tiempo se libran duras batallas de poder dentro de sí mismos. A la vez, las patronales de todos los sectores están disconformes con el gobierno por su apoyo incondicional a los sindicatos, con los que también guardan serias diferencias. Los médicos están molestos con la política de salud, al igual que en diferentes aspectos lo están los trabajadores de los centros asistenciales públicos y privados. Tampoco los funcionarios de la enseñanza están contentos con la marcha de la reforma impulsada por el Estado más allá del Plan Ceibal, en lo que coinciden como único logro.
La clase media se siente traicionada por la presión tributaria y no percibe el tan mentado aumento del poder adquisitivo, mientras los exportadores tampoco ven que los altos precios de sus productos en el exterior se traduzcan en ganancias como para tirar manteca al techo, según supone otra parte de la sociedad. Los jóvenes a su vez manifiestan su rechazo usando más que nunca el pasaporte, mientras los jubilados no encuentran la respuesta largamente esperada a sus reivindicaciones. En definitiva, existe una guerra no declarada en que todos estamos inmersos, alimentada por la disconformidad, el desprecio por el prójimo, el desacreditar al otro y hasta el insulto. A diferencia de lo que ocurría aún en plena crisis de 2002, cuando un importante sector de la sociedad enfrentaba al gobierno de turno —basta recordar la multitudinaria marcha a Punta del Este en plena temporada, encabezada por el sindicalista Juan Castillo— hoy el panorama es distinto, llegando al extremo impensable hace unos años atrás de tener que custodiar el Ministerio de Trabajo con fuerzas de choque tras la tensa situación que vivió el ministro Baráibar con el sindicato de los taxis. Paradójicamente éste se confesó «defensor» de los trabajadores en los consejos de salarios, lo que evidencia la falta de garantías en la negociación, dado que equivale a que un juez letrado muestre su preferencia por una de las partes en litigio.
Pero más grave aún son las cruentas batallas internas que se dirimen en cada sindicato, donde no se respeta la decisión de las mayorías, los dirigentes dicen y se desdicen y justifican acciones irracionales con la excusa de la «falta de experiencia» en el manejo del poder tras años de «represión». En esto no le va en zaga el gobierno, donde también los ministros —cargos de confianza del presidente de la República— se contradicen en cuestiones de Estado, pero cuando las papas queman se escudan en que sus dichos eran «a título personal» y todo queda en nada.
Así las cosas, el éxito o el fracaso de la presente gestión depende del cristal con que se la mire, y no son pocos los que consideran que para alcanzar la tan necesaria paz social es preciso profundizar aún más los «cambios» que hoy se impulsan, y que van a llevar mucho tiempo. Pero no van a ser pocos, seguramente, quienes por otro lado consideren que la oportunidad ya la tuvieron y que fue desperdiciada.
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