Paysandú, Sábado 01 de Noviembre de 2008
Locales | 26 Oct Estas son historias del siglo pasado. Vas a tener que hacer un esfuerzo para entenderlas. Te hablo de los sábados de noche, allá por los sesenta y los setenta.
Faltaban veinte o treinta años para que nacieras.
Salíamos a divertirnos…como vos ahora. Tal vez la diferencia estaba en que nosotros salíamos exclusivamente a bailar. ¿No me entendés? A ver.
Conseguir una compañera para bailar no era sinónimo de querer casarnos, ni de emborracharnos juntos. No… yo no digo que ustedes… digo que nosotros disfrutábamos de movernos abrazados al ritmo de la música, que tocaban seis tipos vestidos iguales arriba de un escenario. Simplemente eso… ¡íbamos a bailar! Ni a fumar, ni a tomar, ni a acostarnos con nadie. Aunque fumáramos, tomáramos o nos acostáramos. ¡Íbamos a bailar y no te imaginás cómo disfrutábamos aquello! Faltaban unos años todavía para que llegaran las discotecas con sus luces negras y sus bolas espejadas al interior del país. Otros tiempos. Otros tiempos incluso con respecto a los relojes. Porque la noche del sábado empezaba enseguida del mediodía con lavados de cabeza, torniquetes, Polyanas, pomadas de zapatos, planchas y canciones de moda que salían de las radios a válvulas. En algunas fechas nos calzábamos el traje, que en ocasiones tenía perfume a hermano mayor. Corbata obligatoria, y ya que estábamos… gemelos. Brochecitos dorados o nacarados que prendían los puños de la camisa y combinaban —aunque nadie lo advirtiera-- con el aprieta corbatas.
A la noche un portero odioso y amigo de nadie controlaría rigurosamente en la puerta del club. Ni la vacunadora, ni el policía, ni el dentista. Ninguna ocupación era más antipática que la de «portero de baile».
¡Y antes de las diez salíamos de casa! Si, ya sé, eso para vos es de tardecita.
Sin previa, sin tomar nada, sin pasar por ningún lugar intermedio y por supuesto caminando.
Por aquellos años las ciudades del interior tenían tres bailes importantes.
Uno de ellos era en el Club Social que llevaba el nombre de la ciudad, de un feriado o que lucía un patriótico Artigas o Uruguay. Allí danzaban los estancieros, lo más granado de la sociedad local y los que sin ser uno ni otro, conseguían entreverarse en la pista. Es más… hasta la década del ‘50 y del ‘60 en muchos de ellos no dejaban entrar negros. ¡Si vieras el estado en que se encuentran hoy algunos clubes, no podrías entender cómo hizo el racismo para pasearse insolentemente por esas pistas de baile!
Una segunda opción eran los clubes que nacían como alternativa a tanto rigor social y que --para demostrarlo-- llevaban nombres como Progreso, Demo- crático, Obrero, Sociedades o Teatros Italianos o Españoles y todas las variantes de unidad y pacificación: el Unión, la Unión, el Paz y Unión o el Unión y Paz.
Y como tercera opción aparecían los clubes deportivos como Wanderers, Olimpia, Cycles, Solís, Remeros, Ferrocarriles, Sportivos y Deportivos que en verano utilizaban sus patios o sus canchas de básquetbol como pista de baile. ¿Una diferencia? Tenían una cancha de bochas al fondo, estupendo lugar para visitar acompañados y conversar recostados a la baranda intentando «tirar el chico lejos».
¡Hasta en tren! ¡Te juro que a algunos bailes íbamos en tren y volvíamos el domingo a mediodía! Salón Independencia, La Paz, los bailes del Parque Rodó, lo de Roig, el Maravilla, los del URU, la 41 en San José, el Urupan, el Oriental o el Salón el Mago. Pero yo quiero hablarte de los clubes sociales donde había que reservar mesa para el baile o el recibo. Cartelitos con los apellidos de las familias indicaban la propiedad de una mesa con ocho sillas, en régimen de alquiler. A veces había que mandar a la tardecita a un par de niños a sentarse con una Coca Cola durante tres horas, para conseguir ubicación cerca de la pista y lejos del bar. A la noche, en esas mesas se acomodaban nuestras futuras suegras, nuestras compañeras de baile y hasta sus hermanitos menores que iban quedando dormidos entre los abrigos y las carteras. Las cabecitas con jopo empezaban a caer, soñando con una almohada, en sillas que se juntaban para formar camas de cármica.
Esta no me la vas a creer: en la última media hora del baile las mesas quedaban solas porque todos salían a hacer farándula con música brasilera. Allí quedaban las botellas, los sifones, las cajas de cigarros, los sacos y hasta las carteras, porque en ese lugar y en ese tiempo lo que no era tuyo… no era tuyo. ¡Sííí! ¡Nuestras compañeras de baile iban con sus padres! ¿Te imaginás que el sábado que viene te acompañe mamá?
Tocaba la jazz, la típica, la beat o la tropical. En realidad la jazz lo único que no tocaba era jazz y la típica muchas veces se ponía una camisola floreada en el entretiempo y se convertía en tropical. Cambiaban el banderín de los atriles, agregaban una paira, escondían el violín, arrimaban un acordeón a piano y de «Quinteto Arrabal» pasaban a «Sonora Tropical» en un abrir y cerrar de fuelle.
Fue por esos tiempos que para orgullo nuestro, las orquestas locatarias empezaron a recorrer los clubes de otros departamentos: Los Alfiles, Los Duendes, Jabón en Polvo, Los Rockers, Sol Naciente, Los Tábanos, Capenamambi, Los Bohanes, Los Blue Kings, Los Teenagers, Bahía Tropical, Sagitario, Vagabundos, Las Sandías, Baldosa Floja, Quo Vadis, Los Hermanos del Silencio, el Grupo Tropical Moderno, La típica y jazz de Barbizán, Los Caballeros del Tango, Espigas, Golden Star… así mezcladas, las buenas y las no tanto.
Con la típica nos animábamos pocos. Más bien usábamos esa media hora para recorrer las mesas. Por esos años empezábamos a fumar y paseábamos por el club un vaso con espinillar o medio y medio para tratar de impresionar como tipos recios que fumaban y tomaban alcohol. Un vaso nos duraba toda la noche.
La típica era una orquesta con bandoneón, contrabajo, piano y hasta violines.
Un tipo de bigote finito tocaba el gigantesco contrabajo haciendo muecas raras con la cara, un gordito con paño rojo en la pierna hacía resoplar el bandoneón. Un flaco con los dedos cargados de anillos zamarreaba el piano y el galán de patillas canosas, entraba por la mitad de la actuación y cantaba mientras le sonreía a las que pasaban bailando.
Los primeros tangos se tocaban para disfrute de padres y tíos de nuestras compañeras de baile que se lucían con cortes y quebradas. Daba gusto verlos bailar… pero achicaban a cualquiera. Ninguno de nosotros se animaba a salir cuando estaban aquellas parejas de baile. ¡Eso eran! ¡Parejas de baile! Y muchas veces entre ellos lo único que había… era un baile. Incluso algunos matrimonios se cruzaban entre sí para bailar una cumbia o una milonga. ¡Conocí gente que fue pareja por tres o cuatro años! Pero pareja de baile. A nadie se le ocurría que bailar te obligaba a algo más.
Lo que no quiere decir que no nos enamoráramos bailando.
La única razón de bailar la típica era que alguno que supiera bailar tangos te estuviera por soplar la compañera, como te soplaban la dama del tablero por no comerla. En esos casos había que hacer de tripas corazón y meterse en el medio de la pista donde no te viera nadie, por lo menos hasta que empezaran las milongas, los valses y los pasodobles. ¡Aaah sí! Con los pasodobles recorríamos duritos todo el perímetro de la pista mientras saludábamos a los amigos que no se animaban a tanto.
Para invitar a bailar teníamos dos posibilidades. Una era totalmente jugada, había que ser muy guapo o estar muy seguro de que iba aceptar. Tenías que atravesar la pista e ir hasta la mesa donde estaba sentada tu futura compañera de baile con su familia. A tus espaldas quedaba una multitud expectante pronta para disfrutar del pinchazo. Ella veía que te acercabas, la madre o la tía te ponían nota y vos te sentías cada vez más chiquito a medida que avanzabas. Ir hasta la mesa era para seguros o para suicidas.
La otra manera de invitar era más discreta y te dejaba a resguardo de fracasos públicos. Se colocaba a un amigo de espaldas a la que invitarías y hacías como que conversabas con él. Cuando ibas a efectuar el tiro por encima de la barrera, ella se hacía la difícil porque había advertido que te tenía ahí y que habías picado. Por aquellos años pensábamos que los pescadores éramos nosotros, con el tiempo nos enteraríamos de nuestra condición de pescados. Conversaba, miraba para abajo y cuando se le ocurría, te miraba. Ahí había que bajarla de un cabezazo. Ella decía que sí, corría la silla hacía atrás, se sacaba algo que le cubría los hombros, le hablaba en secreto a su amiga y se encaminaba hacia la pista, mientras nosotros flotábamos camino a su encuentro.
A veces al cabecear quedaba más de una presa en la línea de tiro y se te paraban dos a bailar. ¡Y más de una vez tuvimos que sacar a la que nadie sacaba! Claro, también cabeceamos sin advertir que otro hacía lo mismo desde otra posición de tiro. ¡Qué momento! ¡Llegar flotando a la pista y como un gil quedar mirando cómo se abrazaban y salían bailando!
…
Hubo un tiempo en que empezaron a aparecer orquestas de Montevideo. Llegaban por la mitad del baile. Entraban los plomos con los bafles por la puerta principal y el baile se convulsionaba. Nuestros músicos locales se convertían --por un rato-- en suplentes de un equipo de segunda división. ¡Es que llegaban Los Iracundos, El Sexteto Electrónico Moderno, Hojas, Los Delfines, Los Campos, Moonlight, Psiglo, Tótem!
Hasta que también llegaron las orquestas del exterior.ac: ¡Sí! ¡Un día sin previo aviso aparecieron Los Náufragos, Abracadabra, Industria Nacional, Los Ángeles Negros, Los Wawancó, Katunga y hasta Palito Ortega! Era difícil bailar en esos casos. Quedábamos parados con nuestra compañera, mirando a aquellos tipos increíbles que conocíamos de las revistas y escuchábamos en las radios. Allí estaban, casi casi que podíamos tocarlos.
…
¿Sueltos? ¡Nooo! ¡Nos abrazábamos hasta para bailar rock!
Brazo derecho sobre el hombro de ella. Mano izquierda en su cintura. Para empezar.
La idea era ir corriendo lentamente la mano izquierda hasta colocársela en la espalda. Eso nos costaba como tres «medias horas», porque al empezar ella apoyaba sus dos manos abiertas en nuestro pecho, tirando la cola para atrás, marcando las distancias y manteniendo el dominio de la situación.
Algunos cancheros bailaban los boleros agarrando la mano de ella y las dejaban colgando, como muertas.
Los más cancheros dejaban su brazo izquierdo, solo, colgando a un lado.
¿Más cancheros? Brazo colgando con un cigarro prendido.
¿Más cancheros aún? Con un cigarro y un vaso, como diciendo «le estoy haciendo un favor a esta mina, la acompaño a bailar mientras fumo y me tomo una».
Son los mismos que ves ahora manejando con el brazo colgando por fuera del auto.
Se hablaba poco. Dependiendo del baile.
Si no éramos locatarios, cuando terminaba la pieza nos parábamos los dos de frente a la orquesta y usábamos las clásicas «¿Trabajás o estudiás?» «¿Qué te gusta más la jazz o la típica?» «¿Con quién viniste?» «¿Siempre venís a este baile?» y poca cosa más, porque no disponíamos de mucho tiempo como para empezar un diálogo.
Así que pasábamos de la incomunicación sin tocarnos, a tocarnos bastante con música de fondo. Al finalizar la media hora llevábamos a nuestra compañera hasta su mesa y le mostrábamos a la madre que la devolvíamos tan sana como ella la prestó.
A medida que avanzaba la noche avanzaban también nuestras intenciones de aproximar los cuerpos. Las manos de ellas abandonaban el pecho y sin mucha presión se apoyaban en nuestra espalda.
La doña nos miraba desde la mesa cuidando que no se fueran a «tocar las partes».
En la última media hora, con los temas románticos intentaríamos que las mejillas se tocaran.
¡Toda una noche para tocarnos los cachetes! ¡Un proceso lento, lentísimo y hermoso!
Tal vez hermoso por lo lento. Hamacarse suavemente, dejar caer el cuerpo de ella sobre el tuyo con el paso del dos-uno recién aprendido. Permitir que las manos se apoyaran con más fuerza, sentir el calor de su cara, escuchar su respiración a pesar de la música, imaginarla de ojos cerrados, animarnos a tocar su nuca… eeeh… ya vengo, sentí una puerta, creo que llegó tu madre. Si es ella, parate acá adelante, de espaldas a ella, que le voy a preguntar si me permite una pieza. Trataré de hacer rozar las mejillas.
No, no te vayas.
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