Locales | 31 Oct Ansioso, inquieto y eufórico. Así vive el público que un domingo cualquiera acude a las jineteadas y aprecia la valentía de un grupo de paisanos que resolvieron montar un caballo y poner a prueba la tropilla.
Niños, mujeres y hombres se exponen detrás de la alambrada, ante la impronta del domador que no sabe el recorrido que hará el animal una vez que le quiten la venda de los ojos. De pronto suena la campana, el jinete se encomienda a todos los santos y susurra una breve plegaria mientras las riendas se sueltan del palenque. El relator se enfervoriza y enrojece su garganta; el aire se satura de gritos, relinchos y calificativos de quien micrófono en mano procura no descuidar detalle de la escena que ya de desarrolla imparable.
La adrenalina del domador contagia a los presentes. Los nervios los paralizan, mientras solo están separados del ruedo por delgados hilos de alambre que lejos están de dar la seguridad que la tribuna necesita. El animal arremete hacia la multitud y el público se desparrama como agua.
Los apadrinadores agotan recursos intentando cualquier estrategia que resuelva la apremiante situación, para frenar el envión en la descontrolada carrera del bagual, que se empeña en ir en esa dirección. Alcanza a partir dos piques y un tramo del alambrado queda tendido en el piso.
Nadie sabe cómo, pero con la fuerza de una locomotora y con la rapidez de un rayo, los apadrinadores ponen fin a la angustiante escena.
Poco después los espectadores recuperan su ritmo cardíaco y el espectáculo continúa naturalmente.