Paysandú, Lunes 10 de Noviembre de 2008
Opinion | 09 Nov Muchas reflexiones surgen a partir de la reciente elección de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos, y no solo porque se trata del primer presidente negro en la historia de ese país, sino porque además asumirá la responsabilidad de conducir los destinos de la primera economía del mundo en medio de una crisis financiera internacional que tuvo su origen precisamente en los problemas de su nación.
El pueblo de Estados Unidos confió la primera magistratura a un outsider negro en medio de la tormenta, lo que da la pauta de un escenario absolutamente novedoso, y para bien, en un país estigmatizado por una discriminación racial histórica en algunos estados, pero donde a la vez han surgido luchadores por los derechos civiles de la talla de Martin Luther King, y ha dado también presidentes como Jimmy Carter, del mismo partido que Obama y quien hizo de los derechos humanos una cruzada que conmovió a todo el mundo y que aún hoy sigue mereciendo reconocimiento internacional.
En todos lados se cuecen habas, dice el refrán, y para seguir con los enunciados «en toda sociedad hay quien junta y quien desparrama». Es ingenuo pensar que porque en Estados Unidos haya sido elegido un presidente negro, se ha terminado la discriminación racial que proviene del fondo de la historia, aunque por supuesto estas prácticas y la xenofobia no son patrimonio exclusivo de los estadounidenses. Pero es buen ejemplo de que no siempre todo tiempo pasado fue mejor, como también sentencia un refrán, porque sin dudas esta posibilidad hubiera sido incendiaria y delirante en las décadas de 1960 y 1970, cuando organizaciones tan siniestras como el Ku Klux Klan cometían atrocidades en algunos casos con la complicidad de la Policía, políticos y hasta de la Justicia, que han sido sin dudas un manchón en la historia de la democracia de Estados Unidos.
Pero solo treinta o cuarenta años después de aquellos tiempos en que en algunos Estados la xenofobia dominante exigía que los «negros» viajaran en el sector trasero del transporte público, que es muy poco tiempo en la historia de las naciones, los estadounidenses tuvieron la capacidad de reacción para poner las cosas en sus justos términos y superar prejuicios raciales, dejando atrás el pasado para unirse detrás de la persona y sus ideas en pos del futuro, sin pensar en revanchismos o estigmas.
Barack Obama es entonces lo que es: el presidente electo del pueblo norteamericano («es mi presidente», dijo apenas minutos después de admitir la derrota el candidato republicano John Mc Cain ante su público) y esta concepción de encolumnarse todos detrás de quien ha sido elegido como piloto de tormentas es el secreto del éxito que seguramente van a lograr los estadounidenses para poner nuevamente a su país como motor del mundo.
Esa capacidad para superar antagonismos y odios de otros tiempos, violencia, intolerancia y revanchismo hace la diferencia entre los que construyen su futuro con decisión y dejan el pasado atrás, donde debe quedar, y los que a la vez se estancan y no son capaces de hacerse un destino mejor porque han quedado presos de odios, pasiones y antagonismos de otros tiempos.
Así, mientras en poco más de treinta años los estadounidenses han asumido que las cosas han cambiado, que había que dar vuelta la página porque los mejores tiempos están todavía por llegar, en Uruguay hay grupos que siguen pendientes del pasado, revolviendo y hurgando en una suerte de regodeo macabro para ver quién sufrió más y quién fue más víctima de la ominosa dictadura.
Hasta se han embarcado en hacer programas de estudio con la historia reciente, contada a su manera, para que las nuevas generaciones crean que los malos estaban exclusivamente del otro bando, y que los subversivos que se alzaron en armas en democracia solo buscaban a balazos la paz y la justicia social.
Por supuesto, quien haya vivido en este país durante aquellos oscuros años sabe que los terroristas hicieron todo lo que había que hacer para que aparecieran los «salvadores» de uniforme. Pero los uruguayos tenemos el deber, con nosotros mismos y con las futuras generaciones, de dejar de buscar culpables y recriminaciones por lo que pasó, lo que no significa que cada uno deje de creer en su verdad.
Pero sí es hora por fin de dar vuelta la página, de pensar en positivo y actuar en consecuencia, para que el pasado no nos inmovilice y lo que es peor, nos deje sin futuro.
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