Opinion | 21 Nov En momentos en los que van culminando las actividades en los centros educativos de todo el país resurgió el apuro del Poder Ejecutivo por aprobar la ley de educación. Seguramente, después de cuatro años de gobierno, el hecho de elegir el cierre del año lectivo para tratar el tema, busca evitar que se genere revuelo.
Sin embargo los sindicatos de la enseñanza, que tienen discrepancias sustanciales con el proyecto del gobierno, no piensan dejar que el trámite parlamentario pase inadvertido y además de hacer un paro en los liceos capitalinos, instalaron una carpa gremial en las inmediaciones del Palacio Legislativo y amenazan con una huelga general. Los gremios insisten en que la ley de educación debe consagrar el cogobierno en la conducción de la Anep, y la autonomía a través de la anulación de los integrantes designados directamente por el Poder Ejecutivo.
Ahora bien, se puede estar a favor o en contra de eso, pero es de orden reconocer que el reclamo fue una de las conclusiones del «Debate educativo». Quienes participaron en la tan difundida convocatoria lo hicieron con la convicción de que los aportes que hicieran desde ese ámbito serían considerados como «los lineamientos básicos del proyecto de ley» y ahora, con razón, se sienten burlados.
Es penoso que un tema tan trascendente como la educación del país quede reducido a una infértil discusión sobre aspectos organizativos y de distribución de poder, pero si se abre la cancha a la participación hay que respetar lo que opinan los participantes en todos los casos, no solo cuando lo que dicen es coincidente con lo que aspiramos.
Las diferencias están claras, la pulseada está en marcha. Con este panorama será difícil que el resultado sea tan favorable como para que garantice el mayor compromiso con su ejecución y le de continuidad en el tiempo.