Paysandú, Martes 25 de Noviembre de 2008

CRÓNICAS MARCIANAS

No hace tanto tiempo que…

Locales | 23 Nov El domingo era mágico. Era el día de la semana que más esperábamos.
Es que íbamos al cine.
¡Matinée desde la una y media de la tarde hasta las ocho, ocho y media de la noche!
¡Sííí! ¡Siete u ocho horas adentro de un cine!
¿Qué íbamos a ver?
¡Lo que dieran!
No teníamos ninguna posibilidad de elegir.
A veces alguno de la barra pasaba frente al cine y miraba la cartelera con fotos y afiches.
— ¡Muchachos! —nos decía en el recreo— ¡el domingo dan una de guerra, una de cowboy, una de romanos y una de Rafael!
A la semana siguiente la de Rafael la cambiaban por una de Palito o de Sandro. La de guerra por una de Sandrini o de Cantinflas. La de cowboy en blanco y negro por una en colores y la de romanos por una de piratas.
¿Por qué era mágico? Porque producía una hipnosis colectiva incomparable.
No existía ningún lugar que pudiera reunir a medio millar de gurises, sentarlos, emocionarlos, hacerlos llorar, hacerlos reír; todo… con la luz que llegaba desde una imagen proyectada frente a ellos.
Ni la iglesia con todo el peso de los siglos pudo conseguirlo.
Era la magia que salía de la pantalla.
Íbamos todos.
Pero, todos.
Porque la entrada era barata y cada niño del barrio conseguía el dinero para pagarla, incluso en mi barrio humilde. Y el que no lo conseguía le aparecía un préstamo, una colecta o hasta una rifa de sábado organizada de apuro entre todos.
Íbamos limpitos y prolijos. Tal vez sin ropa nueva, pero recién zurcida, arreglada, lavada y hasta planchada. No consigo recordar cómo diferenciábamos a los ricos y a los pobres allí adentro. Nadie evitaba la cola o se sentaba en una butaca distinta o conseguía un mejor final de película porque le sonaran unas monedas en los bolsillos. No recuerdo autos esperando a la salida.
¿Si llovía?
Íbamos igual y hacíamos colas de hasta una cuadra en la vereda del cine.
Después… estrujados en el hall, mirábamos como podíamos las fotos de las películas que darían la semana siguiente, nos apretaban, nos empujaban, apretábamos, empujábamos, quedábamos por momentos con la nariz contra la pared, con la entrada en una mano y algún hermano menor en la otra.
El portero abría las dos enormes puertas, la cortina gruesa de tela bordeaux y… ¡cha-cháááán! ¡Allí estaba! ¡El pasillo alfombrado! Recorríamos presurosos el camino en bajada, buscando una buena ubicación para asistir al mejor espectáculo que la vida nos ofrecía por aquellos días.
El apuro servía de poco.
Nunca nos quedábamos con el primer lugar que elegíamos.
Después de sentarnos descubríamos que estábamos muy cerca de la pantalla y terminaríamos acalambrados de tanto mirar para arriba.
Nos pasábamos unas filas para atrás y cuando estábamos convencidos que ese era el mejor lugar se nos sentaba un grandote adelante.
Nos íbamos más atrás… pero quedábamos muy lejos.
Nos adelantábamos unas filas y nos dábamos cuenta que habíamos quedado justo debajo del gallinero y nos llovería de todo una vez empezara la película.
Así que los primeros diez minutos los usábamos para elegir el lugar ideal y cuando apagaban las luces estábamos todavía parados en el pasillo buscando donde sentarnos.
Aquellos años no nos ofrecían muchos lugares donde hacer uso de nuestras prematuras facultades de elegir. Así que, conscientes de que ese sí, era nuestro mundo, sin adultos que nos marcaran asientos ni caminos, abusábamos de nuestro poder dominical, hasta el límite incluso de quedarnos con el peor lugar, elegido a lo oscuro y con chistidos.
No era para menos. Lo que se venía era muy especial. Debíamos tomarnos todo nuestro tiempo.
Al apagar las luces ingresábamos todos en una única, intransferible, pero a la vez colectiva hipnosis.
Por unas horas nos aislábamos completamente del mundo, de quienes se sentaban a nuestro lado, incluso nos aislábamos de nuestro propio asiento. Podríamos haber flotado en el aire si hubiéramos querido.
Formábamos parte del colectivo que se dirigía en caravana hacia el cañón donde los indios preparaban una emboscada. Unos minutos después nos dispararían flechas con fuego e incendiarían las lonas de nuestras carretas. En un rato tendríamos que subir de espaldas por la escalera de mármol enfrentando con la espada a tres villanos y al llegar al último descanso nos colgaríamos de una araña gigante, para saltar por la ventana y caer en el jardín donde nos esperaba nuestro caballo.
Caminaríamos por un arroyo, vestidos de soldados, con el agua al cuello y con un rifle sobre nuestros hombros. Nos tiraríamos por las lianas y pelearíamos con un cocodrilo en el medio del río, armados solamente de un cuchillo. Le daríamos hasta la puesta del sol al forastero para abandonar el pueblo.
A medida que te voy contando voy recordando algunas cosas.
¿Sabés? … algunos domingos entrábamos al cine con un Sol que partía las piedras, un rato más tarde y sin que nosotros nos enteráramos se nublaba, volvía a salir el Sol, llovía, se levantaba viento, salía el Sol otra vez, llovía una vez más, paraba y nosotros salíamos del cine ignorando tanto cambio. Alguno de la barra decía:
— Mirá esos charcos. Me parece que estuvo lloviendo.
— Te lo dije —decía Gerardo— en la de romanos se escuchaba un ruido bárbaro en el techo.
Así eran las cosas, el mundo se detenía, quedaba congelado mientras los quinientos gurises que estábamos allí adentro abordábamos barcos piratas o empujábamos las puertas vaqueras del Saloon para batirnos a duelo con el malo en medio de la calle de tierra.
Y si bien cada uno hacía lo suyo… lo suyo coincidía con lo que hacían los demás.
Cuando aparecía el muchachito con la caballería a salvar a su amada, nuestros mil zapatos golpeaban el piso de madera, en señal de ayuda inminente y de alivio colectivo.
Era formidable sentir que nos inclinábamos de nuestro caballo, para que la joven de ojos y vestido celeste, se colgara de nuestro brazo, subiera a nuestro corcel y galopara en nuestra propia butaca. Por eso gritábamos y golpeábamos el piso. Porque era un momento muy importante para cada uno de nosotros y para todos nosotros juntos.
Y cuando aparecía por atrás el asesino, cuando salía de atrás de la cortina de la ducha con el cuchillo en la mano, no podíamos reprimir el grito de «¡¡Cuidadoooo atráááás!! Es que no teníamos mucha práctica en esto de mirar películas. La tele no existía, asistíamos desprejuiciadamente al ridículo colectivo, que como era colectivo y a lo oscuro dejaba de ser ridículo.
Cuando terminaba la primera película, que generalmente era la más floja de todas, salíamos a comer desesperadamente (por más que hacía un par de horas que habíamos almorzado).
¡Claaaaro, para sobrevivir tantas horas había que comer!
Y no vayas a creer que comprábamos vasos de pop o una bolsa de papitas.
Esta que te voy a contar está brava de creer: los que llevaban plata compraban en el almacén que estaba pegadito al cine, refuerzos de mortadela, de butifarra o de salchichón.
Los que no llevaban dinero, iban con sus propios refuerzos envueltos en papel de estraza.
¡Te lo juro! ¡Mirá si te mando ahora al cine, de botas de goma, pantalón zurcido, con un refuerzo de butifarra y una banana!
¡Está bien! No me lo creas. Yo sabía que era difícil de creer.
Se llevaba lo que había en la casa: queso con dulce de membrillo, tangerinas, una galleta. Una vez un amigo de mi barrio llevó tres huevos duros.
¿Golosinas? Sí, pero no había muchas variantes: chocolatines Águila, algunos candel, un paquete de pastillas, una cajita de maní con chocolate, que generalmente rodaban hacia abajo por el piso inclinado cuando intentábamos convidar a lo oscuro a nuestro vecino de asiento.
— Poné la mano —decíamos casi susurrando. ¿La pusiste? Ojo, agarrá… ¡perooo! ¿sos bobo? ¡Nooo! Ya te di.
Al baño preferíamos ir cuando la película nos asustaba o nos aburría.
Era cuando había menos gente.
¡Qué experiencia estupenda retornar a lo oscuro por el pasillo tratando de adivinar dónde estábamos sentados! La única ida al baño mejor que esa, era la del pasillo del tren en movimiento.
Es que no teníamos muchas experiencias extremas por aquellos tiempos.
Ni autos, ni motos, ni aviones, ni montañas rusas, ni juegos electrónicos, ni computadoras.
En la tercera película un cowboy asaba alguna liebre o alguna codorniz atravesada en un palo, y nos volvía el hambre una vez más. Hasta los engrudos que comían los soldados de la Segunda Guerra mundial en sus viandas de aluminio nos daban hambre.
Pero ya habíamos terminado nuestras reservas alimenticias, así que el retorno a casa era inminente.
La tarde había sido dura, el cansancio de viajar encima de un elefante, de luchar con los leones en Roma y de correr zigzagueando para evitar las minas, empezaba a pesar en cada uno de nosotros.
Cuando llegaba el final y salíamos a la calle con los ojos colorados, chiquitos y cansados, no conseguíamos recordar cuál había sido la primera película de esa increíble maratón de domingo. Te lo juro.
Retornábamos a nuestras casas y volvíamos a ser los niños chicos e indefensos que buscaban el calor y el reparo de la familia.
Entonces la noche del domingo adquiría una mezcla extraña de día que perdíamos enamorados de la novia de Palito, con la sensación de día ganado a cañonazo limpio.
Y así como la lluvia daba paso al Sol y el Ssol al viento y el viento a la noche sin que nos enteráramos, así el mundo seguía girando en esas ocho horas en que faltábamos a él.
Entonces… esa noche de domingo queríamos más a nuestros padres, que estaban vivos a diferencia de tantos cadáveres que compartimos con nuestros amigos. Queríamos más a nuestros abuelos que no se habían quemado con la lava de la erupción de ningún volcán. Disfrutábamos más de nuestra cama caliente, de la sopa de gallina y del puchero que recién hecho nos esperaba para recuperar las energías gastadas a la tarde.
Unas horas después mamá entraba despacito al dormitorio, con la luz apagada, nos daba un beso y papá al rato nos tocaba la cabeza y nos arreglaba la «cobija».
¡Tanto hablar de la felicidad, fijate vos… esa era una buena «muestra gratis sin valor»!
¿Por qué te cuento todo esto?
¿Para que vayas al cine en busca de algo?
No.
Para que estés atento.
Para que no tengas que esperar cuarenta años para darte cuenta.
Para que puedas descubrir hoy, los huequitos por donde pasa la felicidad.
Para que valores el aquí, el ahora, el presente, aunque en ese momento no te parezca mágico.
Para que no pierdas el tiempo mirando hacia el horizonte buscando la felicidad, sin antes confirmar que no estás parado justamente arriba de ella.
Que en definitiva de eso se trata la vida.
De disfrutar del presente.
Porque el pasado, casi, casi ya no está.
Y el futuro… puede ser.


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