Paysandú, Miércoles 26 de Noviembre de 2008

Entre el blanco y negro y los grises

Opinion | 23 Nov «Mi generación, la de los casi sexagenarios, creció en una sociedad en la que nos contaron que era en blanco y negro. La gran lección que nos dio la vida es que la sociedad está llena de grises, llena de matices», manifestó en una entrevista concedida al semanario «Búsqueda» el canciller de la República y ex secretario de la Presidencia, doctor Gonzalo Fernández, al evaluar la situación nacional y la inserción internacional de nuestro país.
La reflexión del jerarca coincide precisamente con lo que hemos manifestado en más de una oportunidad en esta columna, sobre todo a partir de cómo ha evolucionado el mundo a partir de la confrontación ideológica que se manifestó en toda su crudeza durante la guerra fría, en que incluso la carrera armamentista, la amenaza de las armas nucleares y la radicalización de posiciones hicieron temer que de un momento a otro sobreviniera un holocausto. Feliz y gradualmente se ha pasado a la búsqueda de coincidencias y de rectificación de errores, además de evaluar las fortalezas y debilidades de los dos sistemas que estaban enfrentados, el capitalismo y el comunismo, con todas sus versiones traducidas en el eufemismo de las democracias populares.
Cuando cayó la antigua Unión Soviética y luego lo hicieron sus satélites en cascada, desde fines de la década de 1980 el mundo cambió y sobre todo quienes pretendían someterlo a su visión ideológica por la vía armada cuando resultaba imposible el convencimiento o hacerlo en las urnas. El sacudón fue tan fuerte que, salvo grupos radicalizados, ya no volvieron a hablar de las dictaduras del proletariado y del régimen de partido único, con asambleas populares vigiladas por el gobierno, aunque todavía quede algún «modelo» aislado como Cuba.
La porfiada realidad ha podido más que todas las teorías y las situaciones idealizadas, que no pueden darse más que en la imaginación de quienes durante mucho tiempo cerraron los ojos ante las tiranías, los encarcelamientos, los fusilamientos masivos y la conculcación de libertades, porque entendían que era el precio a pagar por «un mundo mejor».
No hubo ningún mundo mejor, pero sí mucho dolor y dramas que se pudieron haber evitado, con menos dogmatismo y más apertura mental hacia quienes podían también tener parte de la razón, aunque estuvieran en la vereda de enfrente. Las reflexiones de Gonzalo Fernández indican que aunque tardíamente, en la izquierda uruguaya gradualmente se ha abierto paso un cambio de mentalidad acorde a las transformaciones que ha sufrido el mundo, aunque todavía hay grupos que las discuten y que siguen aferrados a los viejos esquemas.
Y lo que no pudo la caída del muro de Berlín, el derrumbe de Moscú o la pobreza que vive Cuba por la utopía del régimen, lo ha logrado el ejercicio del poder de un Frente Amplio que en el gobierno ha hecho mucho de lo que cuando era oposición dijo que jamás iba a hacer, incluyendo el pago de la deuda externa y el respaldo a la instalación de la planta de Botnia, entre otras muchas disyuntivas que resultaban fáciles de plantear pero que en la práctica del poder implican asumir las responsabilidades.
Es precisamente el «blanco y negro» al que se refiere Gonzalo Fernández en el reportaje de «Búsqueda», y que ha quedado en la gran gama de grises que es el mundo real, en todos los ámbitos, donde no hay regímenes ni escenarios perfectos. Porque como dice el refrán, «en todos lados se cuecen habas», y la izquierda uruguaya y el gobierno del Frente Amplio no han sido la excepción.
Igualmente, el canciller no reniega de su concepción de que hay opciones entre la izquierda y la derecha, y asimila el primer término al «progresismo» y el otro a una postura conservadora, pero reconoció que en el ejercicio del gobierno «empezaron a surgir los problemas del día a día, que no están en ningún programa de gobierno, y que obligan a buscar siempre una solución con mucho pragmatismo y pensando en los mejores intereses del país».
Aunque Fernández lo soslaya elegantemente, de sus conceptos surge con claridad que en la política, como en todos los órdenes, «la práctica hace al maestro», por mejor apoyo que se tenga en la teoría, y que en la sinfonía de grises que aparece ante nuestros ojos, no hay mejor maestro que la vida misma. Que es preciso aprender de los errores, con apertura mental para reconocer que no se es dueño de la verdad, con la búsqueda del equilibrio como premisa fundamental para que el poder no se constituya en un arma de doble filo, que puede causar más daño que el que se quiere evitar.


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