Opinion | 06 Dic Aunque dicen que la política es el arte de lo posible, no es menos cierto que quien promete cambios y llega al poder en ancas de un sentimiento popular que ha apostado a la renovación para cambiar un estado de cosas, confiando en el gobernante que así lo promete en la campaña electoral, éste ante la realidad suele devaluar y hasta diluir la apuesta original, porque al fin de cuentas no resultaba tan fácil traducir en hechos lo que había prometido.
Los uruguayos lo comprobamos en cada elección y mucho más en la última, cuando el Frente Amplio llegó prometiendo cambios que harían «temblar las raíces de la tierra» y el mayor temblor ha ocurrido en el seno del Partido Socialista, cuando hace pocos días el presidente Tabaré Vázquez renunció a integrar esta colectividad cívica por posturas encontradas sobre la despenalización del aborto. Por su lado, el electo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, se ha encontrado con una crisis financiera internacional que se ha originado en su propio país, y en gran medida su triunfo se debió a que logró que los estadounidenses confiaran en sus cambios para revertir el proceso degenerativo en su economía.
Pero Obama, que no es ningún tonto, ha considerado que más que cambios e incertidumbre, lo que se necesita es la confianza de los operadores y los consumidores, y ha apostado a «viejos» conocidos en su país, que son nada menos que quienes desarrollaron una exitosa gestión –por lo menos así lo vieron los estadounidenses—secundando la presidencia de Bill Clinton en el equipo económico. Es decir que de lo que se trata es de contar con referentes de probada capacidad antes que saltos en el vacío, desde que las palabras fáciles y los eslóganes suenan muy agradables al oído, pero a la hora de traducirlos en realizaciones, la cosa no resulta tan fácil, porque como bien dice el refrán, no hay nada nuevo bajo el sol.