Paysandú, Jueves 11 de Diciembre de 2008
Locales | 07 Dic Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos. La madrugada de miércoles transcurría normalmente, mientras conducía por mi ruta de periódicos, distribuyéndolos a los suscriptores. Escuchaba CBS FM, una emisora que en diciembre únicamente emite música navideña. Si todo iba bien, seguramente terminaría antes de las 6 de la mañana. Interesante, pues había salido a medianoche de Target (abierto hasta las 23 al público) y podía aprovechar algún rato extra para dormir.
De pronto, en Camino Calais, unos 300 metros detrás de mí, apareció un automóvil. Fue puro instinto, pero supe en ese instante que era un patrullero. Reduje la velocidad, aunque sabía que estaba en falta. Es que durante noviembre debí pagar el registro del auto y hacer la inspección anual, pero como no solamente los Benjamin Franklin parecían extinguidos, sino que hasta los George Washington andaban escasos, no pude pagar por el registro. También debía hacer un cambio de aceite, porque la computadora del automóvil detectaba un «fallo» que no me permitiría pasar la inspección, pero tampoco lo hice.
Los chicos malos acostumbran controlar a los vehículos que transitan delante de ellos por la patente. Cuando llegué a la autopista Morris (Morris Turnpike) giré a la derecha y el patrullero siguió. «Salvado», pensé. Pues no, simplemente la computadora no le había dado los datos todavía. Cuando los tuvo, el chico malo volvió por mí. Nos encontramos de nuevo en Gianna Court y supe que «algo olía mal en Dinamarca», escribiera Shakespeare.
Volví a girar a la derecha, tomé brevemente Camino Calais, de nuevo a la derecha en Edgewood Terrace y arrojé un Wall Street Journal en el 71. No pude hacer más: las luces del patrullero me obligaron a detenerme, encender las luces de posición y esperar.
«Buenas noches. Policía de Randolph. Registro y Seguro, por favor», dijo el oficial. Je, qué chiste. Como primera defensa, le entregué mi licencia de conducir. Vio que era de New Jersey y eso fue tanto para mí.
Entonces me explicó por qué me había detenido. Le dije la verdad, clara y sencilla: no tenía dinero, pero como el día anterior había cobrado un cheque (lo que era cierto), al siguiente iba a pagar el registro. Y ahí mismo me convertí en Toro Sentado parlamentando con el General Custer, encarnado en el oficial de Policía. Unos cinco minutos después y sin fumar la Pipa de la Paz (qué bueno sería si tuviera una por si acaso), el policía aceptó no retenerme mi vehículo (lo que marca la ley para un auto sin registro) y no ponerme multa (entre las dos, por falta de registro y de inspección, 500 dólares, según me dijo). Me entregó dos «advertencias», con plazo hasta el fin de semana para arreglar los asuntos, y me dejó ir.
Terminé sin otros contratiempos el trabajo y fui a dormir. A las 11, de nuevo en pie y rumbo a la Comisión de Vehículos Automotores de New Jersey (que recientemente reemplazó a la División de Vehículos Automotores), a pagar por el registro.
En el escritorio de entrada me enviaron a la caja 2.
«Qué nombre largo», me dijo el empleado.
«Bueno, es un primer nombre y dos apellidos», comenté.
«Lo sé», dijo, todavía en ingles. «De donde es», agregó en español.
«De Uruguay», respondí, preparándome para explicar dónde queda el paisito.
Sin embargo, se rió y dijo: «Un hermano». Las vueltas de la vida son realmente increíbles: allí estaba un uruguayo, montevideano, empleado por el Estado de New Jersey, atendiendo a un compatriota. «¿De qué barrio es?», pregunto.
«Soy de Paysandú», explique.
«¡Sanducero! Conozco Paysandú, porque una vez fui a la Semana de la Cerveza. ¡Muy buena!» En 10 minutos salí con mi nuevo registro, tras pagar 46.50 dólares, sonriendo por la vida y las casualidades. Por haber encontrado primero a un oficial de Policía comprensivo, por conocer a un hermano, un compatriota en el lugar menos esperado.
Quedaba cumplir con la inspección. Como paso previo, el cambio de aceite, que detectó, además, algunas otras nanas en el auto, que habrá que solucionar en el corto plazo. Y el viernes de mañana, temprano, directo del reparto de diarios, concurrí a la estación de inspección de Randolph. En 10 minutos el automóvil fue inspeccionado tanto visualmente como con el uso de tres sistemas computarizados. Finalmente, con una advertencia para cambiar las cubiertas en hasta 60 días, la preciada etiqueta adhesiva «Aprobado» fue colocada en el parabrisas, con validez hasta noviembre de 2010. Finalmente, «todo legal» otra vez. La experiencia demuestra claramente la eficiencia del sistema gringo de contralor. El automóvil no estuvo ni siquiera una semana sin registro antes de ser detectado. Y aunque el trato en todos los casos fue amable, cordial, aquí la ley «es la ley». Esto es, se cumple. Es algo muy interesante de su sistema de vida, que tiene muchas cosas que no puedo compartir, pero que tiene otras que realmente merecen destaque.
En Paysandú, no hace mucho se decidió hacer cumplir una vieja ordenanza que impide transitar sin patente vehicular. Y hubo una campaña de información, se entregaron advertencias y hasta se discutía con ardor que la Intendencia no podía retener un vehículo sin patente. Y sí, se puede, porque la ordenanza impide el tránsito sin patente. La propiedad no se discute, pero hasta tanto no tenga patente, el Estado (el poder departamental en ese caso) tiene la obligación de retener el vehículo. Pero la mentalidad uruguaya, acostumbrada a los atajos, busca todo lo posible para evitar la ley. En Estados Unidos eso, aunque se intente, no se puede lograr. La ley se cumple. Aquella madrugada de miércoles, cuando reinicié la marcha, subí de nuevo el volumen de la radio. Bruce Springsteen cantaba: Él sabe si te has portado bien o mal/ Así que por favor compórtate bien. Santa Claus está llegando a la ciudad/ Santa Claus está llegando a la ciudad. Yeah.
«Jefe», creo que esa noche lo vi, en gira previa. ‘Ta más flaco.
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