Paysandú, Jueves 11 de Diciembre de 2008
Locales | 07 Dic (Por Jorge Massanti, desde España).- Cuando llegó el momento, pasados ya un par de años desde el desembarco en Barcelona a principios de siglo, tuve aquella reconfortante idea de gestionar y obtener la licencia de conducir española. Pensaba que, como siempre hubo «buen rollito» entre nuestros respectivos países, tendríamos —como los argentinos— algún convenio que tan solo me exigiera llevar la uruguaya y traerme la española. Pero no, por aquellos tiempos no lo había. Debía hacerlo como cualquier buen hijo de vecino, desde cero.
Esto me llevaba a dos caminos: a) Pagarme todo el curso teórico y práctico en una autoescuela; b) Pagarme solo la parte práctica de una autoescuela y dar los exámenes teóricos por libre.
No es posible hacerlo todo por esta última modalidad ya que es condición que el examen práctico esté apadrinado por una autoescuela.
Igualmente fui a informarme a diferentes «escuelas» y todas estaban de acuerdo.
El curso teórico - práctico de dos o tres meses de duración costaba lo que hoy serían 600 a 700 euros.
Tan solo la parte práctica a razón de 50 euros cada salida con un mínimo de seis, más los costos de tramitación y papeleos. Cuentas de por medio, previsiones y apuestas internas me daba algo así como 450 euros. Era la mejor oferta.
Así que utilizando la natural chulería charrúa me decidí por ésta. Haría el teórico por mi cuenta e iría a los prácticos tutelados como era lógico, con tantos años conduciendo como el mejor, con mi libreta uruguayita inmaculada, impoluta otorgada en el año ‘80 y siendo siempre un conductor responsable.
Con pecho hinchado, frente alta y mirada firme diciéndome la típica frase de: «esto está chupado» me hice del material literario para el estudio. En el mostrador de la librería se sintió cómo mi mandíbula caía en picada cuando me enseñaron los dos tomos que componían el material de estudio para sacar la licencia. Expliqué que tan solo quería dar el examen teórico y no recibirme de Guardia Urbano, cosa que no fue entendida por la dependienta —esa mañana su grado de humor estaba bajo, hacía mucho frío y era lunes—.
En el metro, sentado con los libracos sobre mis piernas me acojoné. Los ojeaba, no los leía, tan solo le miraba las fotos; pero eran tantas, tantos esquemas, señales y símbolos, que los 15 minutos de viaje se pasaron volando.
Había que coger el toro por las guampas. Así que en los ratos libres; metro para allá, metro para acá, fines de semana y noches de insomnio comencé a leerlos. Fueron pasando los días y mientras más leía, más me crecían las señales de tráfico, los tipos de carreteras, los «si puedo» y los «no puedo», las velocidades, los grados de alcohol en sangre, las acciones de primeros auxilios, la información de mecánica. De pronto me habían surgido las autopistas de 4 y 5 carriles por sentido, las autovías, las carreteras nacionales, comarcales y sobre todo la simbología…
Joder, el que se puso a diseñar simbolitos para meter en las vías se quedó más ancho que la una, se expresó a gusto. Aquella vieja Ruta 3, siempre en reconstrucción y con un cartelito aquí y otro vaya a saber dónde, había quedado en el pasado. Después de no se cuantas semanas y cuantos tests realizados, me fui a la Campana —la mega dependencia de tráfico en Barcelona-. El pago de la tasa e impuestos dio paso a la solicitud de fecha y hora para el examen. Con lo pagado tenía opción a dar dos veces el teórico y un práctico; ahora, si perdía los dos teóricos el práctico quedaba sin efecto y debía sacar todo de nuevo. Debía responder en 30 minutos a 40 preguntas con mucha trampa para las cuales podía tener solo tres fallos; con cuatro la jodía.
Aquella mañana, sentado como en el liceo entre unos 70 u 80 «compañeritos de aula» tuve 5 fallos. Pero hubo una segunda vez, un par de semanas después y en esta mejoramos… 6 fallos.
Borrón y cuenta nueva. Renovar permisos, impuestos y tasas; seguir estudiando pero esta vez con el apoyo de un profesor cibernético metido en Internet en una de esas páginas de apoyo para futuros conductores.
Al final aprobé en la segunda vuelta, en el primer teórico con 2 fallos. Ya tenía el 50% de la licencia de conducir en mis manos. Pasé luego a la fase práctica de autoescuela. Siete y media de la mañana dos veces por semana 40 euros cada vez (precio pactado al final del regateo). Cuando el monitor logró sacarme el vicio de conducir con una mano en el volante y un codo en la ventanilla y otra mano en la palanca de marchas. Cuando pudo hacer que recordara que en el coche hay tres espejos y que hay que mirar a los tres, subimos al examen esta vez con dos oportunidades; solo había gastado una de las tres.
En el coche de examen subimos tres futuros conductores y una examinadora, libreta en mano, gafas a mitad de nariz y muy mala leche. Un recorrido urbano para cada uno y desde el asiento trasero del coche, la «jueza» tildaba en sus planillas nuestra desgraciada travesía. En el primer intento, perdí. Motivo de dicho desastre: había quedado en un semáforo con la rueda delantera izquierda pisando una línea continua.
En el segundo intento a una semana de las vacaciones de ese verano subí, no sin antes haberme puesto ojos por todos lados. Ojos en la nuca, ojos en las orejas, ojos en todo porque no se me podía pasar nada y además, llevaba invertido en todo este tema mucha pasta. Juré que si lo perdía sería de allí en más un eterno peatón y viajero del transporte público. Esa mañana los dioses estaban conmigo. Creo que podía teletransportarme unos metros delante del coche para poder anticiparme a las señales, repintar las líneas del asfalto que estuvieran gastadas y descoloridas pero al final de mi recorrido por la ciudad no tenía esa confianza de sentir que lo había logrado. Fue necesario esperar a que todos hiciéramos la ruta para que al final de la misma la señorita Rottenmayer me dijera aquellas gloriosas palabras: «Has aprobado».
Cuatro días después fui a recoger la licencia. Con mi foto, con todos los años acumulados desde los ‘80, estaba capacitado para conducir por estas tierras. Salí más contento que mono con caramelos; ahora sí podía pensar en buscarme un vehículo para circular como el que más.
Creo que fueron un par de semanas después, mientras viajaba al trabajo en el metro leyendo el periódico que supe la noticia. España, a partir de esa semana, tenía un convenio con Uruguay para la validación de las licencias de conducir con un trámite muy sencillo. Llevar la uruguaya y salir con la española por tan solo 14 euros. Al principio me cabreé mucho, por el tiempo, por el costo, por los nervios. Pero luego supe que todo el periplo realizado me había puesto en órbita y había ganado conocimientos que de otra manera no los tendría. Conducir aquí es mucho más fácil que en Montevideo; pero lo es, gracias a que todos los que circulan conocen a ciencia cierta las reglas de juego. La importancia y valor de la licencia de conducir aparte de lo que significa obtenerla, tienen el valor agregado de la pérdida de puntos, cosa que intensifica la conciencia del volante.
Los jóvenes, futuros portadores de la letra «L» en su matrícula, que hoy pujan por su licencia tiene que hacer todo el recorrido, el periplo, la autoescuela y el mismo esquema de exámenes; tan solo los inmigrantes con convenio acceden al cambio automático de papeles. Los futuros conductores salen a la calle preparados y eso mantiene la facilidad de circulación y el respeto recíproco. Las excepciones y defectos se pagan con multas, muchas multas imposibles de evadir, con pérdida de puntos y de habilitación para conducir y hasta con prisión o trabajos sociales. Creo que después del DNI, la licencia de conducir es sin dudas, la documentación personal más importante y no tan solo un trozo de papel plastificado.
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