Paysandú, Lunes 15 de Diciembre de 2008
Opinion | 08 Dic La incorporación por la actual administración municipal del Presupuesto Participativo como forma de que el ciudadano resuelva sobre obras para la comunidad, para acordar luego su ejecución con recursos que involucran aproximadamente un 3 por ciento del presupuesto departamental, es en esencia, de acuerdo a lo manifestado por sus promotores, una manera de ejercer la democracia directa y responder a necesidades e inquietudes locales.
Como en todos los órdenes de la vida, los extremos son malos. Pero también cuando se dan canales abiertos se corre el peligro de que la voluntad de unos pocos se imponga sobre el interés general, ante el escaso compromiso asumido por las mayorías, ya sea por descreimiento en el sistema, falta de tiempo para desarrollar y promover una propuesta o incapacidad para llevar adelante sus iniciativas.
Así desvirtúan en los hechos la esencia democrática quienes de alguna forma ejercen presión directa o indirecta sobre los actores, en favor de sus intereses y aspiraciones.
Tampoco debe perderse de vista que el gobierno comunal, debe ejercer inequívocamente su potestad de planificar, hacer análisis de factibilidad, presupuestar, ejecutar y determinar prioridades para finalmente dar cuenta a la ciudadanía de lo que hace con los recursos que no sin poco esfuerzo deja en ventanillas del Palacio Municipal. Esta función no corresponde al ciudadano, que hoy se ve obligado a distraer su tiempo en hacer trabajo municipal para lograr sus aspiraciones a través del PP.
No puede cuestionarse que el ciudadano tenga posibilidad de opinar más allá del momento del acto eleccionario en el que se renuevan autoridades departamentales, aunque no necesariamente debería para ello organizarse una instancia como el Presupuesto Participativo.
Si se ha habilitado un Presupuesto Participativo es porque el contacto permanente con el ciudadano no ha sido tal en la práctica, y seguramente es a la vez más redituable desde el punto de vista político establecer instancias en las que haya movilización en forma regular, que es una reivindicación muy cara a los gobiernos de izquierda.
Pero ¿hasta dónde llega la participación real del ciudadano común? En verdad, aunque se haya logrado mejorar la asistencia a las votaciones, solo una parte muy menor —inferior al 10% de la población departamental— de la ciudadanía participa, por una diversidad de razones.
Más peligroso aún es la confusión que crea un sistema de «manos abiertas» que no especifica claramente qué tipo de propuestas son aceptables, y se termina dilapidando recursos municipales para atender situaciones ajenas. Así el ciudadano termina creyendo erróneamente que los recursos del PP son provistos por la providencia y por lo tanto no afectan la obra municipal propia, cuando ciertamente todos los tientos salen del mismo cuero.
De esta forma el Presupuesto Participativo es visto como el Papá Noel que una vez al año nos obsequia con lo que más queramos o necesitemos, siempre y cuando logremos convencer de su utilidad comunitaria a un grupo de gente suficiente. Así la Intendencia distrae dineros y recursos en tareas que aunque muy atendibles no le corresponden, como obras en locales escolares, salones multiuso, vestuarios y canchas de fútbol para centros deportivos, equipamiento para policlínicas, apoyos a centros CAIF, y hasta un concurso de cantores de música popular. Para todo esto existen la ANEP, Salud Pública, los ministerios de Deportes, de Educación y Cultura e incluso el de Desarrollo Social creado por el actual gobierno, cada uno con recursos que deberían ser volcados en este tipo de propuestas, obtenidos de los aportes nacionales de cada uno de nosotros, que luego volvemos a «poner» a través de los impuestos municipales para ver concretadas estas iniciativas.
Claro está que resulta harto difícil negar el voto a la policlínica del barrio, al club de nuestros amores o a la escuelita que nos vio crecer, si en definitiva se trata de «plata dulce».
Es una opción correcta y hasta moralmente aceptable, pero entonces que nadie se llame a sorpresa si en vez de una avenida que disminuya los riesgos de accidentes, un obra mayor en la costanera Norte que atraiga al turismo, o simplemente solucionar definitivamente los pavimentos de la ciudad o caminos vecinales, hacemos una vereda para un barrio, vestuarios a un club deportivo del que ni siquiera somos socios, o le solucionamos el problema a la ANEP arreglando las escuelas públicas.
Es algo así como reformular la tarea municipal en función de la inoperancia del gobierno nacional de hacerse cargo de lo que le corresponde, en obras para el bien común o hasta particular en ciertos casos.
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