Paysandú, Viernes 23 de Enero de 2009
Opinion | 23 Ene No es una novedad para nadie que viva en el Uruguay, que hace rato que el sistema está inmerso en una inmovilidad total respecto a la minoridad infractora, y que el actual gobierno ha contribuido a agravar este problema no solo por su inoperancia sino --lo que es peor-- porque la Administración Vázquez ha antepuesto su visión ideológica del problema a la percepción de la realidad, distorsionándola a grado tal que al fin de cuentas presenta el tema como una sociedad que recibe lo que merece por haber marginado a los hogares de los que provienen los infractores. Por supuesto, esta visión es la que el gobierno quiere que sea y no la que la población sufre día a día, empezando por la gestión del ex ministro del Interior José Díaz, quien consideró que la delincuencia se resuelve liberando presos ante el hacinamiento de las cárceles, y arengando a la población para que deje de sentir sensaciones térmicas de criminalidad y violencia, porque las estadísticas indican otra cosa.
Su sucesora en el cargo, Daisy Tourneé, ante la evidencia incontrastable de los hechos, ha procurado, muy a su pesar por la vuelta de tuerca ideológica que ha debido afrontar, reconocer que existe una delincuencia real y no solo en la percepción ciudadana, pero ha pasado demasiado tiempo tratando de culpar a los otros de la omisión y prescindencia que ha tenido el Poder Ejecutivo sobre el tema, con ella a la cabeza.
Encima, seguramente pasa muchas horas ante la computadora subiendo imágenes y textos a su blog para lucimiento y proyección personal, incluso para demostrar con una foto de su rostro en la ducha que la mujer mojada es la más auténtica, en lugar de ocuparse en sus ratos libres, que parece que son muchos, de buscar fórmulas que permitan proteger al ciudadano inocente de la insanía de una delincuencia que desborda a la Policía y al Poder Judicial.
Pero la ocupación del ministro, como la de un presidente, debe ser full time, porque los problemas del país no pueden esperar a ser resueltos solo en horario de oficina de lunes a viernes, y menos aún en el verano, cuando medio gobierno se ha ido de vacaciones al Este y la otra mitad ha puesto el piloto automático esperando su turno en febrero, como si en ello le fuera la vida.
Mientras tanto, en lo que refiere al área de competencia de la ministra, y pese a que la secretaria de Estado reafirme una y otra vez, para ver si alguien le cree, que la delincuencia es apenas una centésima parte de la que dan cuenta los noticieros de televisión y las páginas de los diarios, no escapa a nadie que tenga más de dos dedos de frente que la cosa va cada vez peor y que crece el hartazgo de la población, agredida e impotente ante la minoridad a la que se pretende colocar exclusivamente como víctima de la sociedad.
“Estoy en la gloria, tengo auto, tengo plata, tengo mujer y soy menor”, declaró ante la Justicia el hermano del narco Alberto Suárez, alias el Betito, según dijeron a El Observador testigos del testimonio del adolescente, que fue privado de libertad por asistencia al narcotráfico junto con su hermano.
El reconocimiento expreso en este caso de que ser menor le da privilegios para delinquir es meramente anecdótico, pero vale como ejemplo de las consecuencias de otorgar la impunidad absoluta a personas que roban y agreden una y otra vez al prójimo.
Recientemente, tras el robo de un comercio en Paysandú, cómplices y familiares de sus autores se mofaron de los propietarios del comercio exhibiendo prendas que les habían robado, simplemente porque se sienten absolutamente impunes ante la Justicia y la Policía tiene las manos atadas para actuar, por una legislación delirante que se basa en el comportamiento que tenían los menores de hace setenta años.
Es decir que la intención de proteger al menor a ultranza, con la expectativa –suponemos-- de que tenga oportunidad de rehacer su vida, revisar valores e integrarse a la sociedad, es una utopía mal encarada que ha caído por su propio peso, porque las causas son mucho más profundas y también lo deberán ser las respuestas, que no pasan precisamente por dejar que el menor tenga a la sociedad como su coto de caza y a cada vecino como víctima, sin nadie que le pueda poner límites ni tenga que responder por sus actos.
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