Paysandú, Domingo 01 de Febrero de 2009
Locales | 30 Ene Cada vez que visitamos una localidad del interior rural sanducero, nos cruzamos con ciertos personajes que son un inevitable punto de referencia. Esa figura de carne y hueso que, con el transcurso del tiempo, llega a ser tan importante como la propia historia del lugar. En su anonimato conserva parte de un patrimonio que la mayoría de las veces pasa inadvertido, no solo para los lugareños, sino para los propios medios de comunicación. En algunos casos, no citarlos en una narración resultaría algo así como ir en contra del relato colectivo, que siempre le da vida a un sinfín de historias, algunas de las cuales se transforman en leyenda, aunque estén todos convencidos de su veracidad. Esta no se separa de esos parámetros, pero resulta tan natural como su propio protagonista.
Tras recorrer algunas colonias de la zona de Chapicuy y aprovechando la agradable temperatura que alguna de estas tardecitas el clima nos obsequió, entre mate y mate preguntamos por un tal “Fitea”. Era el único dato que teníamos y confieso que, como información para llegar a un posible entrevistado, creí que era muy poco. Pero, por suerte, en las pequeñas comunidades todos se conocen y no faltó un vecino que asegurara haberlo visto, algunos minutos antes, en el almacén de ramos generales ubicado en la calle principal.
Lo sorprendente para el forastero no fue que enseguida identificaran al hombre; sino que, con total gentileza, lo fueran a buscar. De pronto, a trasluz alcanzamos a distinguir la figura de un hombre de escasa estatura que se recortaba a lo lejos, entre los últimos rayos solares de la jornada. Como siempre ocurre en estos casos, el saludo de rigor y el temor de que el protagonista no aceptara la propuesta de ser entrevistado. Sin embargo, en esta oportunidad la charla fluyó sola.
Poco le inquietaba al hombre si su historia iba a ser publicada y se mostró mucho más amigable de lo imaginado. Don Sixto “Fitea” Recalde nació en la localidad de Sarandí de Cuaró, en el departamento de Artigas y el próximo mes de abril cumplirá ochenta y un años. Asegura que llegó a Chapicuy por 1946 junto a su padre, que tenía un carro, y que rápidamente se radicaron en la zona. Es el cuarto de cinco hermanos y, según él, allí la vida transcurre muy lentamente. Se lo puede ver saludable, aunque comentó brevemente que convive con los achaques propios de la edad.
Asegura que los tiempos de su juventud eran mejores que los actuales, porque “uno era joven; pero ahora hay mayor comodidad y hay en qué gastar la plata, así que imagine que no es fácil elegir por una época u otra”.
En sus años jóvenes había mucho movimiento, porque se plantaba mucho trigo y girasol. “Mi padre tenía un carro y era contratista; entonces, en las épocas de las cosechas, que demandaban mucha mano de obra, él transportaba las cuadrillas. Trabajamos mucho tiempo en lo de Widmaier, en años fecundos; la tierra daba, pero, claro, no era para toda la vida”. Tiene buenos recuerdos de sus años de adolescente, “quizás porque uno tenía otro ritmo y la vida pasaba a otra velocidad. Seguro que de joven uno tiene muy buenos recuerdos, pero ahora también la cosa está linda”, comentó sonriendo. Don Sixto cuenta que su seudónimo fue puesto por equivocación. Cierto día un colono, en un español algo entreverado, lo mandó a buscar “un paquete de fitea groso. Imagino que el pobre hombre me quiso decir que le llevara un paquete de fideos gruesos. Pero de ahí en más, todo el mundo me empezó a llamar “Fitea”.
Jubilado de Ancap, trabajó algunos años en el establecimiento El Espinillar en el departamento de Salto, aunque una vez radicado en Chapicuy supo tener su propia carpintería en un predio contiguo a la estación de ferrocarril. Hoy la vida no lo apura: se lo puede ver caminando de un lado a otro, haciendo mandados o, como dicen por estos pagos, matando el tiempo en alguna de esas interminables charlas entre vecinos.
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