Opinion | 11 Feb Días pasados en la cárcel departamental se realizó una minuciosa inspección en busca de armas de fuego, siguiendo una investigación policial que indicaba que algunos reclusos tendrían en su poder. Tras la búsqueda efectivamente fueron encontrados dos revólveres ocultos bajo tierra, uno calibre .38 y el otro .32, y cinco municiones vivas.
Como producto de las actuaciones llevadas a cabo un recluso resultó procesado por lesiones graves --luego de un altercado con otro interno debido a diferencias surgidas ante la presión psicológica a la que se vio sometido durante la investigación--, así como un policía y un ciudadano, este último por soborno.
En una entrevista concedida a EL TELEGRAFO respecto a la situación planteada, el jefe de Policía de Paysandú, inspector mayor Roque Arámbula expuso que la situación se encuentra controlada con los resultados expuestos, pero aclaró que el policía intervenido no fue inculpado por la introducción de las armas al recinto, sino por tráfico de bebidas alcohólicas. Queda por lo tanto abierta la incógnita de cómo sucedió tal cosa, puesto que es de suponer que no debe ser sencillo sortear los controles de acceso a una cárcel portando dos revólveres. Sin embargo el jefe de Policía destacó la excelente gestión de la cárcel departamental, reconocida en todo el ámbito policial nacional como “modelo”.
Cabe preguntarse entonces cómo pudo producirse tan grave falla en la seguridad en las propias narices de los guardias, puesto que no se trata en este caso de los famosos “cortes” carcelarios que frecuentemente se incautan durante las inspecciones de rutina, fabricados artesanalmente por los reos con materiales obtenidos en el propio recinto.
Este precedente demuestra que no todo está bajo el control que los ciudadanos esperamos de una “cárcel modelo”, que más allá de sus logros tiene un largo historial de fugas y revueltas en los últimos años, algunas con consecuencias graves.