Paysandú, Lunes 23 de Febrero de 2009
Opinion | 21 Feb Los serios problemas de diagnóstico --queremos creer-- que tiene el gobierno para desentrañar las causas de la delincuencia y los actos de violencia que conllevan los hurtos, arrebatos y rapiñas de todos los días, podrían explicar parcialmente la ineficacia de las respuestas que plantea el Ministerio del Interior para por lo menos paliar las consecuencias de esta situación en la calidad de vida de los vecinos. Pero lamentablemente en el Poder Ejecutivo se sigue dando más en la herradura que en el clavo, y se pone todo el énfasis en atribuir responsabilidades políticas a la oposición y a los gobiernos anteriores en lugar de hacer realmente algo que valga la pena en favor de la seguridad de los ciudadanos.
Un reciente informe de esa secretaría de Estado hace hincapié en que se ha llegado a esta situación de violencia e inseguridad debido a la instrumentación por anteriores gobiernos de políticas “neoliberales” que provocaron marginación y la consecuente respuesta delictiva de quienes se han sentido marginados durante muchos años.
Este razonamiento simplista y pleno de carga ideológica es un símbolo de la prescindencia que ha puesto de manifiesto el Ministerio del Interior, desde el ministro José Díaz y su sucesora Daisy Tourné hasta la fecha, más preocupados por sacarse el lazo y de trasladar responsabilidades que en asumir las propias. La “herencia maldita” ha sido la excusa para la inacción manifiesta de la fuerza de gobierno en el plano de la seguridad, porque históricamente la izquierda se ha puesto en víctima de la represión de las fuerzas policiales en tanto instrumento del gobierno de turno, y se siente solidaria de alguna forma con los delincuentes, que deberían ser destinatarios de la prevención y la represión como un deber inherente al Estado.
Lamentablemente para sus intereses, la población ha sabido distinguir entre una cosa y la otra, y con toda razón ha atribuido al gobierno la responsabilidad por lo que no se hace, y de nada vale que haga hincapié en las presuntas consecuencias de políticas liberales para no proteger a la población jaqueada por la delincuencia.
Esa inseguridad se da en cada momento de la vida cotidiana, en los barrios y en el centro, a cualquier hora y ni que hablar de la madrugada, donde hay zonas que son tierra de nadie y por las que nadie se atreve a pasar, porque si no se les arrebata o se les roba, se les apredrea y rompen vehículos y motos, o intentan cobrar peaje.
Lugares otrora tranquilos de Paysandú son coto de caza de una delincuencia ensoberbecida, sobre todo de menores amparados en la impunidad absoluta que les confieren las normas legales, al punto que se ríen de los vecinos que sufren sus robos y agresiones, y de la Policía que está con las manos atadas para actuar, porque además hay jueces que ponen más celo en buscar la quinta pata al gato y tratan por todos los medios de detectar la presunta brutalidad policial o improcedencia del procedimiento, que en procesar a los delincuentes.
Incluso hay vecinos que ya no quieren tomarse el trabajo de denunciar cuando son víctimas de robos o atropellos, porque tratándose de menores saben que la Policía es renuente a actuar cuando tras un intenso operativo se encuentra con que los “infractores” son devueltos a sus padres, y cuando son “internados” en hogares del INAU no alcanzan a entrar cuando ya se han fugado. En estas condiciones, los ciudadanos también se muestran reticentes a concurrir para sufrir interminables horas de espera en los juzgados para hacer de testigos, y a la vez sometidos a la posibilidad de venganza de quienes se saben impunes por efectos de una legislación delirante, a la que sin embargo la fuerza de gobierno no ha querido modificar.
En cambio, sigue aferrada a los viejos moldes de la injusticia social como la causa de todos los males, como si soltar a los delincuentes y ampararlos fuera un acto de justicia retroactiva, cuando lo que hace simplemente es de poner el mundo al revés, de apostar a la ideología como explicación a todo lo que ocurre, en vez de asumir que no hay verdades absolutas, y que en política, como en tantas otras cosas, nadie está libre de culpas como para arrojar la primera piedra.
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