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Paysandú, Miércoles 25 de Febrero de 2009

El último que apague la luz

Locales | 20 Feb Del girasol a la soja. De la cría de ganado a las plantaciones forestales. Estos son algunos de los cambios que han sufrido ciertas comunidades del interior rural sanducero en parte de su producción y Guayabos parece no ser la excepción. El miércoles pasado –tras recorrer unos 500 kilómetros de rutas y caminos vecinales del interior rural– decidimos llegar a Guayabos, ubicado a unos doce kilómetros al norte del complejo termal Almirón.
El camino no alentaba mucho para continuar, pero tras visitar las ruinas de la estación de ferrocarril, nos sedujo la curiosidad de visitar el centro poblado o quizás lo que queda de él. En la segunda curva alcanzamos a divisar el viejo establecimiento rural El Alero y unos metros más adelante el de San Luis. De ahí en más, todo resultó lo suficientemente quieto e intimidante. Sobre el cruce del arroyo Guayabos, unas vacas intentaban refrescarse. El establecimiento escolar, pese a estar vacío por ser época de vacaciones, no alienta un futuro prometedor: la concurrencia de un solo alumno el año anterior pone en riesgo la continuidad de las clases. De pronto y entre los árboles descubrimos una vieja manga, donde seguramente en tiempos fecundos se embarcaba buenas cantidades de ganado. Casas deshabitadas, un edificio que recrea una especie de capilla y un silencio que abruma hacen sospechar de que alguien nos está observando desde algún lugar. Todo ello recrea un presente que parece haber dejado lo suficientemente enterrado aquel rico pasado. Nuestro guía –quien prefirió ser llamado por su seudónimo para este artículo– comentó que “estos territorios fueron preferentemente agrícola ganaderos y todavía se pueden apreciar vestigios de lo que la naturaleza puede hacer para complacernos”. No hicimos muchas pausas durante el breve recorrido, apenas unos instantes como para respirar parte de una atmósfera que en su brisa descargaba aires de cierta nostalgia.
“Mirá, esos arenales son un espectáculo. Recuerdo que de niño veníamos con otros amigos en vacaciones al arroyo. De ahí hacia el fondo del arroyo es todo arena, impresionante”, comenta Chiquín, entre risas y un dejo de melancolía.
A nuestro regreso y a pocos metros de retomar la cinta asfáltica de Ruta 90, nos invadió nuevamente una extraña sensación, como nos ha pasado en otros lugares ya visitados. Luego de un breve silencio, de esos que parecen interminables, apenas atinamos a comentar: “demasiado campo para tan poca gente, ¿no?


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