Paysandú, Martes 03 de Marzo de 2009
Opinion | 25 Feb Desde siempre han existido y coexistido chacras de poder dentro del Estado, las que han sobrevivido a todos los gobiernos y en el caso de la actual administración se sigue dando, pese a los enunciados de los cambios que iban a hacer “temblar las raíces de los árboles”.
El ex ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, José Mujica, en la anterior sequía y luego con motivo de inundaciones en varias zonas del país, se quejó amargamente de que en su ministerio resultaba imposible hacer cumplir en tiempo y forma la orden directa de llevar asistencia a productores cuyo ganado, aislado, estaba muriendo, porque dentro de su propia cartera había pasos burocráticos que no podían obviarse y además se tropezaba con la abulia y la prescindencia de funcionarios que se resistían a dejar de hacer valer su “chacrita” pese a la urgencia.
Y esto salió a luz porque el ex secretario de Estado tenía interés particular en un tema que estaba en el centro de la atención pública, pero en otras situaciones que no cobran esa notoriedad los trámites eternizan las resoluciones que se adoptan con la expectativa de atender situaciones de interés general o sectorial, que sin embargo se vuelven interminables o se desvirtúan porque las responsabilidades se diluyen y no existe el seguimiento necesario para determinar dónde se va “trancando” el inefable expediente.
A la vez dentro del Estado en innumerables casos la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda, porque falla la cabeza que debe coordinar los movimientos, y ello explica que una decisión política, aunque sea anunciada por el mismísimo presidente o un ministro, se desdibuja, distorsiona o simplemente no se cumple cuando debe “bajar” a los mandos medios y escalones siguientes, salvo que algún amiguismo o interés particular acelere el proceso.
Lo ejemplos sobran, por supuesto, a lo largo de décadas de esta atrofia en el ámbito de un Estado que no rinde cuentas ni a sí mismo, y mucho menos a la población que lo financia, pero que sí sufre las consecuencias de su ineficacia, ineficiencia, incongruencias, contradicciones y prescindencia, así como de su altísimo costo.
El actual gobierno anunció con bombos y platillos que iba a llevar adelante la “madre de todas las reformas” del Estado, la que hasta ahora ha quedado en agua de borrajas. En cambio ha dispuesto aumentos salariales al barrer con porcentajes de recuperación, pero no ha exigido ninguna contrapartida en dedicación, cumplimiento de horario, eficiencia, capacitación, productividad y evaluación del funcionario en su trabajo, por lo menos por respeto al ciudadano que paga su salario.
En cambio, la desconsideración es la de siempre y encima se suceden paros por reivindicaciones que apuntan a “sensibilizar” al gobernante de turno, pero en los que siempre es el usuario el que sufre las consecuencias, aunque una y otra vez los dirigentes sindicales repitan que no es el destinatario de la protesta.
Este escenario demuestra que ni siquiera hay en marcha una “reformita” y que menos aún la va a haber en año electoral, cuando el gobierno no está dispuesto a pagar el costo político de ponerse en contra a las organizaciones de funcionarios que no aceptan aplicar productividad ni otra cosa que no sean aumentos salariales sin condiciones.
Cuesta poco inferir que aún las mejores intenciones y las decisiones políticas costosamente acordadas zozobran en el insondable mar del Estado, donde la máquina de impedir puede más que la mejor voluntad que pongan algunos para sacarlas adelante.
Pero el problema no solo es de burocracia, como señalábamos, sino también de coordinación y de cumplimiento de objetivos de decisiones políticas claramente fijadas. Así, mientras el Ministerio de Industria y la propia Ancap reafirman una y otra vez que el consumo de gasoil --cuyo volumen prácticamente triplica al de las naftas-- perjudica seriamente la ecuación económica del ente y del país, teniendo en cuenta que de un barril de crudo se obtienen porcentajes casi iguales de ambos carburantes, y que por lo tanto debe desestimularse el uso del gasoil, las dependencias del Estado siguen adquiriendo vehículos diesel e ignoran olímpicamente la “recomendación” de quienes se supone saben.
Cuando se ha igualado el precio de los carburantes y se aplican impuestos para desestimular la compra de vehículos gasoleros en el sector privado, incluyendo propuestas de recambio de flotas por nafta para los taxímetros, lo menos que puede pedirse es coherencia y también disposiciones claras para que el Estado dé el ejemplo, en vez de ponerse por encima del bien y del mal también en esto.
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