Paysandú, Sábado 07 de Marzo de 2009

RECUERDOS DE RUTA 3

La Bemba y la autopista a San José

Locales | 02 Mar Para algunos son tiempos antediluvianos; para los que peinan algunas canas, fue ayer nomás. La Ruta 3 en casi toda su extensión carecía de señalización sobre su pavimento de “lamida” de bitumen, sin siquiera una línea pintada que indicara al conductor que estaba a punto de salirse de la calzada.
La banquina estaba delimitada por altos pastizales que cumplían una doble función: “comerse” el borde de la ruta y servir de referencia a los automovilistas que se perdían a lo ancho –o angosto—de la faja pavimentada. Eran los tiempos en que reinaban los “Silver Jet” y hasta los brillantes “Camellos” con su escalón de vidrio negro sobre el asiento del conductor del GMC, ómnibus que hicieron historia uniendo los más recónditos parajes del Uruguay luciendo el galgo de la Onda.
Recién a principios de los ‘80 comenzaron los trabajos de “carpeta asfáltica” en un tramo próximo a San José, allá por el kilómetro 120 hasta casi la ciudad. Estando recién terminado, un niño preguntó asombrado qué diferencia había entre esa carretera y una autopista norteamericana, pero toda explicación resultó insuficiente para una mente inocente que solo veía perfección en cada detalle: banquinas amplias pavimentadas, brillante señalización, doble línea al centro de la calzada –continua amarilla y blanca entrecortada, según lo que indicaba--, ¡hasta postes con pintura reflectiva para marcar las curvas!
Claro, todo eso desaparecía en un abrir y cerrar de ojos al internarse un poco más “tierra adentro”, quizás pasando el arroyo Chamizo en el kilómetro 130. De ahí en más reinaba la oscuridad absoluta, quebrada solo por los faros de la Brasilia que se abría paso entre la niebla, la tierra o las chilcas para tratar de identificar alguna vaca perdida en el camino. Pasarían muchos minutos hasta encontrar algún otro viajero, quizás un Scania Bavis rezongando a 50 o 60 kilómetros por hora en una pendiente del Porongos. Pero el viaje se hacía ameno esquivando baches, contando las liebres que jugaban carreras contra el destino o la mejor distracción: identificar a qué casco de estancia pertenecía aquella luz de mercurio perdida en el horizonte.
Hasta que los “iodos” que se acercaban en una curva ponían a prueba toda la destreza del piloto: a mantener la distancia próxima a los yuyos sin salirse de la carretera, para dar paso al bólido que viene de frente evitando mirarlo directamente para no encandilarse. Por el rugido del motor, seguro era un “be eme tres veinte”; ¡un maquinón!


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