Paysandú, Miércoles 11 de Marzo de 2009

El cuentacuentos

Locales | 08 Mar Dijo mi padre: “Vamos a ir a la plaza. Hoy viene un cuentacuentos”.
“¿En serio?”, dije.
Con cuatro años y sobre los hombros de mi padre, fui a escuchar al cuentacuentos a la plaza de mi pueblo. Todo era extraño para mí: la gente, apretujada bajo el calor del verano, parecía acostumbrada a tal acontecimiento, porque seguían llegando de todas las esquinas.
Yo no entendía el relato y escuchaba cómo aplaudían y gritaban eufóricos. Al no entender, pensaba qué raro era todo eso y en qué se basaría el cuento. Hablaban de héroes y de muertos, de defensas, de traiciones. El delirio popular me inquietaba, pero me aburría. Mi padre se dio cuenta y me dijo: “Ya se termina”, entonces pregunté: “¿El cuento?” Y él respondió: “No, el acto”.
¿El acto? Pensé: tal vez sea en capítulos, no sé ...
De repente me extrañó ver que algunas personas introducían sus manos en la fuente de la plaza y pregunté si era para lavarse. Mi padre me explicó que de tanto aplaudir, a la gente le arden las manos y el agua producía un alivio. Yo pensé que estaban todos locos, porque no entendía qué había de importante para aplaudir.
Por suerte, al final el señor cuentacuentos dijo algo como “viva el partido” y fueron todos para abrazarlo y por un avisador comenzaron a pasar una música rara que nunca había escuchado. Volví a la plaza con nueve años. El cuentacuentos no parecía el mismo, ni yo tampoco. Mi padre, a mi lado, controlaba a mi hermano menor y me preguntó si entendía lo que hablaba y a qué se refería. Yo dije: “Más o menos”, porque para mí era lo que ya había escuchado al otro, 5 años antes: los mismos muertos, la misma historia, la misma fuente, la misma plaza. En fin. nada interesante. Es más: me sonaba a cuento repetido. Mi padre, visiblemente molesto, me comentó: “Sos igual a tu abuelo Juan. Nada te convence y le encontrás peros a lo más simple”. ¿Simple? Dije para mí y lo dejé ahí, porque si se enojaba del todo no tendríamos mi hermano y yo los copos de azúcar que hacía rato mirábamos al vendedor en la esquina. Han pasado muchos años. Ya no está mi padre, a mi hermano le da lo mismo, la plaza ya no es la misma, la gente es cada vez menos, ya no hay fuente, pero los cuentacuentos vuelven cada cinco años a plazas similares, con la misma pancarta de los cuatro años y la repetición de los nueve. El mismo tema y la misma fábula, buscando el poder jodernos a todos como antes, como ahora y como después.
¿Cuándo nos daremos cuenta del verso y dejaremos de creer en los cuentacuentos renovados y maravillosos?
¿Cuándo nos volveremos adultos para no enrojecer las manos en simulacro triste y cómplice? ¿Cuándo lograremos el coraje para cambiar de estilo, recuperando la vergüenza y buscando lo mejor para todos?
¿Cuándo entenderemos que nuestra única bandera es la de la Patria y que las otras son referencias y división?
¿Hasta cuándo agrandaremos las diferencias entre orientales para agrandar la miseria, la pobreza, la delincuencia, la marginalidad, la inseguridad y la falta de sentido común?
¡¡Carajo!! Me gustaría tener cuatro años como ayer y lo que tenía de inocencia entonces, para pensar en los copos de azúcar, una pelota, la lluvia, mi viejo que me protegía, mi vieja que me esperaba y no darme cuenta de tanta estupidez!!
Es cierto, seguramente el ADN de mi abuelo Juan habrá hecho lo suyo.
He nacido y crecido para complicarme y preguntarme todos los días si ya nada tiene arreglo, porque nadie me enseño, todavía, cómo se asesina la conciencia.
Carlos Laborde


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