Paysandú, Viernes 13 de Marzo de 2009
Opinion | 10 Mar Hace pocos días los cubanos se vieron sorprendidos por una reaparición intempestiva del líder de la revolución cubana y ex “presidente” de la isla durante medio siglo, cuando desde la prensa oficialista --la única en el país, naturalmente-- Fidel Castro en un artículo de su firma señala que el poder despertó en dos funcionarios “ambiciones” que los condujeron a un “papel indigno”. La alusión directa corresponde al vicepresidente Carlos Lage y al canciller Felipe Pérez Roque, dos hombres fuertes de la revolución que cayeron en desgracia en el férreo régimen comunista que gobierna la nación caribeña, y que fueron dados de baja de sus cargos por el presidente Raúl Castro, hermano del dictador.
Por supuesto, en un régimen totalitario como el cubano, resulta un absoluto misterio para quien no está en la cocina de la cosa, salvo los más allegados a las máximas jerarquías del régimen, pero las posibilidades pasan de “traición a la revolución”, lo que por sí es un delito muy grave en la isla, a posibles aprovechamientos indebidos de sus cargos para obtener ventajas personales de algún tipo, sobre todo monetario, lo que tampoco es poco decir.
Claro, una cosa es un país donde existe el libre funcionamiento de las instituciones, con separación entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, y otra cosa es Cuba, donde el régimen se encargará de que todo se haga como lo dicta el poder supremo, por lo que los funcionarios pueden haber sido indignos de muchas maneras, y en todos los casos sin derecho a reclamo por ser públicamente “incinerados”.
Castro parece querer explicarlo en su artículo, cuando sostiene que “el enemigo externo se llenó de ilusiones con ellos”, lo que es particularmente sintomático si se tiene en cuenta que uno de los involucrados es nada menos que el conductor de la política exterior, en la relatividad que tiene este término en un régimen como el cubano, donde todo pasa por el filtro del círculo máximo del poder.
Pero no todo se limita a Roque y Lage, por mucho tiempo considerados los hombres más leales a Fidel Castro, sino que éstos encabezan una lista de doce cambios que dispuso Raúl Castro, con el argumento de hacer más “compacto”, “funcional” y “eficiente” a su gabinete.
Claro, el quedar marginado del círculo de elegidos que integran el esquema de poder en un régimen dictatorial significa pasar del Olimpo al barro sin transición, en el marco de una reestructura que por ahora presenta solo incertidumbres, aunque no para los purgados, que no necesariamente deben ser culpables de algo, aunque se les acuse directa o veladamente de no cumplir con la revolución.
Debe tenerse presente que contrariamente a lo que ocurre en un régimen democrático, en Cuba no existe la menor transparencia y la única verdad disponible es la oficial, sin derecho al pataleo. También, que operan en esos regímenes tiránicos las purgas al mejor estilo stalinista, en el que de un momento a otro una camarilla sacaba a otra de los círculos de poder y quienes caían en desgracia veían que sus grandes retratos iban desapareciendo de los lugares de culto de la revolución e iban quedando en el olvido.
Pero todo indica que Raúl Castro se tomó en serio eso de la sucesión y de su papel de nuevo líder de la revolución, al punto que pudo convencer a su hermano Fidel de la alta traición de quienes aparentemente podían tener intenciones más o menos aperturistas, lo que quiere decir que eran poco menos que abanderados de la “pluriporquería”, como califica Fidel Castro a las democracias donde hay posibilidad de que el voto popular decida la rotación de partidos en el poder. Y para los dictadores ese es el peor pecado que alguien puede cometer. Ensoberbecidos en el ejercicio del poder y entretenidos en buscar mil y una excusas para perpetuarse en el gobierno, tal vez teman que los enemigos del pueblo cubano lo convenzan de que hay otras formas --como la democracia-- donde se puede opinar y tener elecciones libres y con todas las garantías, que por supuesto no se dan en Cuba.
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