Opinion | 21 Mar El reciente episodio protagonizado por un alto funcionario de la Oficina de Prensa de la Presidencia de la República que pretendió presionar al jefe de Informativos de radio El Espectador para que no difundiera comentarios adversos al discurso del jefe de Estado pone de relieve que existen todavía rezagos de absolutismos, intolerancia y mucha soberbia que suele ir de la mano con el ejercicio del poder si no se tienen las cosas claras respecto al libre juego de las instituciones y lo que significa convivir en democracia y contribuir al libre ejercicio de la misma.
El subsecretario de la Secretaría de Comunicación de la Presidencia, Gustavo Antúnez, envió un mensaje de texto de su celular de uso público a Martín Pintos, jefe de Informativos de El Espectador, en el que lo acusa de “gusano” por atreverse a cuestionar, por lo menos a través de comentarios de dirigentes de la oposición consultados al respecto, los conceptos vertidos por el presidente, que en su particular visión “democrática” deben aceptarse tal como vienen y como verdad revelada, al estilo de los mensajes de los Castro en Cuba y otras dictaduras.
Precisamente el término “gusano” es el preferido de Fidel Castro para referirse a la oposición cubana en el exilio, a la vez de acuñar el despectivo concepto de “pluriporquería” para las democracias en las que el ciudadano puede elegir entre partidos para ejercer el gobierno, contrariamente a las organizaciones de partido único en las que no se permite la oposición, como la isla caribeña.
Pese a que esta presión agravada por un insulto ha sido reconocida por el protagonista, y merece la repulsa de todos quienes respetamos la organización democrática del país y el libre juego de las instituciones, que pasa además por el ejercicio del derecho de opinión, en esferas de gobierno se mantiene absoluto silencio y ni siquiera se ha manejado hasta ahora una eventual sanción para quien ha abusado de esta posición cercana al mandatario. Y por cierto quienes así han actuado, y siguen protegiendo y tolerando estas prácticas, al mejor estilo de los regímenes totalitarios, le hacen flaco favor a la democracia, pese a que proclaman una y otra vez su celoso respeto a las instituciones.