Paysandú, Lunes 20 de Abril de 2009
Locales | 17 Abr Menafra es un pueblo de fácil acceso y de cruce inevitable. Ha sido testigo fiel de tiempos fecundos, cuando la agricultura marcó a sus pobladores. Hoy solo quedan buenos recuerdos de un tiempo que ya no está. Recorrerlo no lleva más que algunos minutos y dar con los personajes, menos de lo imaginado. Está enclavado en la 12ª Sección Judicial del departamento de Río Negro, sobre ruta 25 y el ramal de la vía férrea Fray Bentos–Algorta. Por ruta se encuentra a unos veinte kilómetros de Young.
La estación de ferrocarril, inaugurada en 1910, se yergue en el kilómetro 428, al norte del trazado conocido como Camino Departamental a Paso Leopoldo, que une las costas de este paso sobre el arroyo Don Esteban con las del arroyo Negro. En 1885 habitaban Menafra unas ochenta y siete personas y hoy no llegan doscientas. Su casco urbano no tiene amanzanamiento. Una central telefónica y una escuela, una agencia de correos y un almacén, un bar y carnicería dan tímidas señales de que el pequeño conglomerado tiene cierto movimiento.
Sus primeros pobladores fueron Miguel Menafra, comerciante italiano y posteriormente hacendado, y sus hermanos Antonio y Luis. Tras caminar unos instantes llegamos al almacén y carnicería La Porfiada, de don Juan Luis Arbiza San Emeterio. En la entrada del comercio y debajo de un alero, un paisano intentaba un diálogo fallido con un perro, mientras saboreaba un clarete cortado con soda.
Arbiza, hombre de setenta y cuatro años, nos recibió con la amabilidad típica de la gente de campaña. Mostrador de por medio y sin que nadie anunciara nada, se disparó un interesante diálogo. Cuando nos presentamos, simplemente comentó: “¡Ah, mire usté! Del TELEGRAFO, yo recibo el diario todos los lunes”, agregó. Como siempre pasa en estos casos, el hombre tuvo sus reservas y fue hablando lentamente, como si pensara cada palabra antes de emitirla. “Mire, acá en otros tiempos hubo mucho movimiento. Con decirle que en la vieja casa de al lado, donde vivía la familia Brasesco, había bailes, cuadro de fútbol, juegos de salón y mucha diversión. Se juntaba un pueblo. Pero todo se fue apagando, como la llama de una vela”. De joven se fue en busca de trabajo; aunque, como él mismo dice, “nunca me fui del todo”. Su vida estuvo dedicada a trabajar en los establecimientos rurales y estancias de la zona. Luego se casó y se radicó definitivamente en el lugar que lo vio nacer. Viudo y con dos hijos, una mujer y un varón, recuerda el momento en que abrió la carnicería. Y, recapitulando aquel pasado, cuenta que le puso La Porfiada porque fue complicado ponerla en marcha. “Me acuerdo que cuando me vine del todo para la casa de los viejos, solo éramos mi señora, una vaca y yo”.
En su apasionado relato se lo puede ver algo nostálgico, pero realista. “¿Sabe una cosa? No sirve mucho hablar de cosas del pasado, porque hay que vivir el presente”, sentenció. Pero, de todos modos, don Arbiza no pudo ocultar aquellos tiempos cuando, como en otros tantos poblados del interior rural, supieron vivir una bonanza que fue quedando minúscula con el devenir de los años, agrandando las nostalgias y achicando las esperanzas.
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