Paysandú, Viernes 15 de Mayo de 2009
Locales | 08 May Seguramente no es fácil, a través de un artículo periodístico, dar la real dimensión de ciertos hechos que ocurren en la cotidianeidad. Transformar los sueños en realidad es el permanente desafío que los pobladores del interior rural tienen al momento de proyectarse hacia un futuro mejor. Hay hechos que desde la ciudad resulta viable concretar, pero que es más complejo alcanzar en esos territorios. Esta es una pequeña historia, vista desde la inocencia de una niña que un día vivió la realidad del sueño más bonito: la casa que sus padres construyeron en un pueblo apartado de la ciudad.
“Los ladrillos en la carretilla. La mezcla cargada en los baldes. Los capataces que orientaron la obra y papá y mamá construyendo nuestra casa. En todo momento estaban alegres. Agotados, pero felices. Yo, apenas miraba cada uno de sus movimientos. ‘Ya falta poco’, me decía papá, ante la mirada cómplice de mamá como afirmando lo dicho. Solo recuerdo que fue mucho tiempo. Cada día, después que terminaban con sus trabajos marchábamos para la obra. Allí parecía que el día demoraba un poco más. Recuerdo que en mis cuadernos de escuela destinaba unas cuantas hojas para dibujar la casa, de acuerdo al avance de la construcción. Todos los días un poquito más. Lenta, pero en forma sostenida, la casa iba tomando forma. Puedo recordarlo todo: cómo colocaron los pisos, las puertas, los techos y cómo, cada día, las paredes subían un poquito más”.
“Un día de lluvia, en la casa de mi abuela estuve largo rato mirando desde detrás de la ventana cómo unos horneritos hacían su casa. Parecían papá y mamá, quienes al igual que las pequeñas aves, con paciencia y mucho cuidado construían su futuro hogar. Todo era alboroto desde que el nuevo Mevir iba cobrando forma en el pueblo”.
“Luego de varios meses llegó el día tan esperado. Estábamos todos muy ansiosos. Nos levantamos un poco más temprano que de costumbre. El salón comunal estaba lleno de gente: era el sorteo de las llaves de las viviendas. Cuando lo llamaron a papá por el nombre y apellido, para que pasara a sacar una de las bolillas, tomó de la mano a mi madre y me alzó en sus brazos. Nunca antes lo había hecho con tanta fuerza. Salió como despedido del banco en donde estábamos sentados. Al pasar al frente, un señor le dijo: ‘¿Quién va a sacar la bolilla de la bolsa?’ Mi padre lo miró firmemente y tomándome de la mano me bajó al piso y dijo: ‘Ella, ella es la dueña de este sueño, así que ella va a ser quien saque la bolilla’. La miré a mamá, que me hizo una guiñada, no se pudo contener y lloró. Lo disimuló bastante bien, pero lloró. Sé que no tengo aún los años para entenderlo todo, pero ahí me di cuenta del amor que papá y mamá sentían por mí”.
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