Paysandú, Lunes 06 de Julio de 2009
Opinion | 02 Jul A esta altura del tercer milenio no es un secreto para nadie que la iniciativa privada es el motor de la economía y el desarrollo, por su dinámica, la búsqueda de la eficiencia y la productividad, que son a la vez premisas para la subsistencia de la empresa en un mercado de libre competencia.
En nuestro país, empero, se mantienen resabios que provienen desde los albores del siglo pasado, cuando el intervencionismo y peor aún, la omnipresencia del Estado en áreas de actividad, metido a empresario, generó una cultura del Estado benefactor y paternalista que fue –lamentablemente todavía lo es-- el principal proveedor de empleo.
Este escenario dista de ser el ideal en un Estado moderno, que debe administrar eficientemente los recursos que proveen los sectores reales de la economía, hacer las veces de catalizador de las inversiones y el desarrollo en áreas estratégicas y a la vez ocuparse de atender sectores en los que el privado no actúa por la falta de rentabilidad.
En todos los casos, se requiere detracción de recursos desde el sector privado para sostener su funcionamiento y a la vez ocuparse de la educación, la salud pública, la defensa, la financiación de planes de apoyo a sectores sociales, en en el contexto de lo que debería ser la búsqueda permanente para que éstos puedan generar sus propias fuentes de ingresos, así como eventualmente subsidiar actividades en forma temporal, por razones de interés general, para posibilitar que puedan superar situaciones coyunturales y posteriormente hacerse sustentables.
Ergo, la apuesta a la actividad privada es sencillamente una apuesta al crecimiento, a la generación de riqueza y al reciclaje de recursos genuinos dentro de la economía, de la que constituye su columna vertebral.
Pero en Uruguay no es nada fácil desterrar la cultura del Estado benefactor y de la búsqueda del empleo público de por vida, que asegure un puesto inamovible e ingresos más o menos decorosos en promedio, con muy poco esfuerzo y productividad, por cierto. Todo tiene su contracara, y en este caso pasa por el hecho de que como no hay almuerzos gratis, alguien tiene que pagar por este buen pasar y por un número de funcionarios estatales en situación dispar, pero como regla general por encima del necesario, precisamente por la burocratización y la muy baja productividad.
El que paga, por supuesto, es el sector privado, tanto empresas como trabajadores, desde que se requiere una transferencia de recursos a través de impuestos y cargas sociales para sostener este andamiaje, que tiene costos fijos que resultan difíciles de sostener, aún en momentos de auge de la recaudación, como teníamos hasta el año pasado.
No puede extrañar entonces que la enorme mayoría de los uruguayos piense en el empleo público como tabla de salvación para sus necesidades laborales, sobre todo en un país en el que las corporaciones de funcionarios del Estado ejercen un alto grado de presión sobre el gobierno de turno a través de medidas sindicales con las que reclaman mejoras salariales y reivindicaciones en defensa de sus intereses.
Con casi un cuarto de millón de empleados públicos, el margen para la actividad privada no resulta auspicioso, porque se parte de la base de que debe lograrse generación de recursos para sostener este esquema tanto en bonanza como en crisis, donde además no hay variables de ajuste in extremis ante las crisis, como reducción de horas, Seguro por Desempleo y hasta despidos cuando las empresas están en rojo, porque el Estado siempre echa mano a los recursos de todos los uruguayos para financiar las pérdidas.
No puede extrañar entonces que estemos ante una idiosincrasia muy especial, la del sueño del empleo público, y como explicó al semanario “Búsqueda” el ministro de Economía y Finanzas, Alvaro García, “hay una cuestión cultural profunda”, pese a que en la mayoría los uruguayos somos descendientes de inmigrantes que debieron cruzar el océano y hacerse con su trabajo un lugar en la sociedad. Ante esta cultura, “es preciso trabajar mucho, en la transmisión de la asunción de riesgos, la asimilación de los fracasos y de desarrollo del emprendedurismo. Esto no es para un día, para un mes o para un año, sino que debe ser un trabajo permanente”.
Ese es precisamente el punto, y debe partir también del gobierno la señal de que el esfuerzo privado es el sostén del esquema socioeconómico del país, abriendo paso a la desburocratización, al estímulo del emprendedurismo al que se refiere el jerarca, pero a la vez encarar de una buena buena vez una reforma del Estado que implique que éste vaya saliendo de las áreas en las que no tiene que estar, en las que el privado se desempeña mucho mejor, con menores costos y más competitividad, para que dentro de un siglo no sigamos con la misma apelación a buscar las causas en este legado cultural para nuestra desventura, sin haber hecho nada al respecto.
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