Opinion | 04 Jul El rechazo mundial al golpe de Estado en Honduras es uno de los episodios en que se registra una rara unanimidad, tal vez por el hecho de tratarse de un país pequeño y centroamericano, sin mayor peso en el escenario internacional, lo que permite expresar sin ambages el sentimiento de la comunidad internacional respecto a la violación del ordenamiento institucional, lo que resulta más complicado cuando hay intereses de por medio en caso de naciones estratégicas.
Pero más allá de estas salvedades, es reconfortante que por estas latitudes no haya espacio para aventuras de golpes militares, contrariamente a lo ocurrido en décadas como las de 1960 y 1970, cuando hubo una verdadera epidemia de dictaduras que dieron su impronta a una región en la que las democracias --entre las que se contaba Uruguay-- habían sido la excepción a la regla.
En este caso estamos ante un levantamiento político - militar que decidió expulsar al presidente constitucional José Manuel Zelaya, al que exilió en Costa Rica, y quien a la vez se encuentra en Panamá organizando su retorno, pese a que hasta ahora el nuevo gobierno de la nación centroamericana se ha mantenido en sus trece y se niega a recibir al mandatario depuesto.
En un proceso que aparece cada vez como más difícil para los golpistas, ante la reacción de naciones situadas en todo el espectro ideológico y diversidad de intereses y alianzas, y teniendo en cuenta la alta vulnerabilidad de Honduras, todo parece indicar que en esta oportunidad resultará difícil para los militares sostenerse mucho tiempo entre el aislamiento y la condena, por lo que si tuvieran un mínimo de sentido común a esta altura deberían estar buscando alguna salida elegante o la forma de quedar lo menos mal parados posible ante la intentona.
Todo indica que el mandatario tampoco tiene creencias democráticas muy arraigadas, por cuanto hace pocos meses planteó una reforma constitucional a medida, apuntando a su reelección, en tanto el país enfrenta serios problemas en su economía y una muy difícil situación social. Para esta iniciativa contaría con el respaldo de Hugo Chávez, quien por cierto no cuenta con muchos pergaminos democráticos que se diga, y ya ha amenazado con intervenir con su ejército, aunque a la vez ha advertido a Estados Unidos que no haga lo mismo.
Pero Zelaya, decidido a ser reelecto, decidió por su parte convocar a un plebiscito para esta reforma constitucional, el que es considerado ilegal, al punto que la iniciativa ha sido rechazada por el Congreso hondureño, la Corte Suprema de Justicia y el organismo electoral de la nación centroamericana. Pese a ello el mandatario ha insistido en llevar adelante esta convocatoria, para lo cual ordenó al Ejército hacer cumplir la orden de que se instrumentara el plebiscito.
Ello generó una controversia dentro de esta arma, que se declaró en rebeldía contra el presidente, le “ordenó” salir del país y a la vez el Congreso por unanimidad decidió nombrar presidente a Roberto Micheletti, quien está a la vez en la mira de los países que cuestionan el golpe, aunque dentro de Honduras tanto militares como políticos indiquen que se ha actuado dentro de lo que establecen las normas constitucionales.
Es cierto, todo indica que hay tanto luces como sombras en el desempeño de Zelaya en el cargo de primer mandatario, pero ello no quiere decir que por esa causa las Fuerzas Armadas, que tienen que ser instrumento del poder político, sometidas a la Constitución y a la Ley, puedan arrogarse el derecho de sacar a quien ocupa el sillón presidencial por decisión popular.
En América Latina ya tenemos demasiadas experiencias en estas historias, las hemos sufrido también en nuestro país, y lo que corresponde es que el diferendo se canalice en el marco del libre juego de las instituciones, sin iluminados y autodesignados intérpretes de la opinión del pueblo, porque así debe ser en un régimen democrático, donde el respeto a la ley es la única garantía para los ciudadanos.