Paysandú, Jueves 06 de Agosto de 2009
Locales | 02 Ago (Por Enrique Julio Sánchez, desde Estados Unidos). La noche se despedía, dejando lugar a otro día. Aun me quedaba media hora para terminar la ruta de periódicos. Tomé por Quail Run, luego por Fainway y cuando iba a ingresar a Dover Chester, sentí un chasquido seco y el auto quedó de la misma manera, solo con las funciones operadas por la batería funcionando.
El Saturn dejo de funcionar en un instante. Y no hubo Cristo que lo hiciera volver a encender. Como pude lo quite del medio de la calle y comencé a llamar por auxilio. Primero a Eduardo Marcovich, quien -claro- dormía feliz y contento, ajeno al lío en que me encontraba metido.
Como a la media hora contestó finalmente el teléfono y en pocos minutos estaba en camino. Sentado en el asiento del conductor, mirando el amanecer, en realidad veía el atardecer de mis posibilidades de trabajo, pues los dos empleos necesitan y se basan en un automóvil. No podía maldecir mi suerte porque hacía rato que se había ido sin avisar. No podía hacer mucho tampoco. La vida se reía de nuevo y yo no. Pucha digo.
Llegó Eduardo, miró al “muerto” y salimos en su camioneta Dodge a terminar la ruta de periódicos, antes que empezaran a llover las protestas de los clientes por no entregarlos a tiempo. Después, llamar a la grúa y derechito pa’ casa. Eduardo me prestó su camioneta -así de simple, aunque suene a cuento- y tras llevarlo a su trabajo como manager de una florería en Morris Plains, me fui a cumplir con mi segundo empleo, también relacionado con los diarios. En tanto, mi cabeza era un carnaval pero a ritmo de requiem. Otra vez parecía encontrarme ante un cul-de-sac, un callejón sin salida. La procesión, iba por dentro.
Un mecánico -que también reparte diarios por las madrugadas- Carlos -de Colombia-, miró al “muerto” y certificó su defunción. Se había roto la cadena de distribución del motor, con lo que probablemente había roto otras partes. Total, lo más barato era cambiar el motor. Claro que lo barato costaba 1.000 dólares. Miré mi raquítica billetera y apenas pude contar hasta 250. El sol llegaba al cenit y achicharraba, con una temperatura cercana a los 100 grados Fahrenheit (casi 38 Celcius) y mi mente no estaba totalmente concentrada en el tráfico ni en las direcciones adonde debía ir para entregar diarios.
Trataba de encontrar una salida. Una vía de escape. Tonto de mí, no me había dado cuenta que la historia ya la habían escrito Paul McCartney y John Lennon (“lo intentaré con una pequeña ayuda de mis amigos”).
Sin saberlo, Eduardo había montado una red de búsqueda de un automóvil barato y que no se muera en las próximas semanas. En pocas horas aparecieron varias opciones, menores todas a 1.000. Pero de “ande, si es puro palo”.
Pasó todo el día y la solución no llegó. Yo seguía usando la camioneta de Eduardo, lo que agrega stress, porque obviamente no podía permtirme un error, un roce, un accidente. Se hizo noche y se fue. Con el nuevo día, se hizo fuerte la posibilidad de comprar un Toyota Camry. Y yo había tenido uno, del 2005. Como cantaba Gardel, “veinte años no es nada”. Es que el Camry que estaba a la venta era de 1985. Pese a ello, estaba bastante entero, con solamente 73.000 millas (unos 117 kilometros) y el interior prácticamente impecable. Diego Montoya, el amigo de Eduardo, fue el nexo con Tato, un dominicano que lo tenía para la venta. Genial. Las nubes comenzaban a desaparecer. Pero mi billetera seguía raquítica y todos los conjuros no eran suficientes para multiplicarla.
Sin darme cuenta, Ringo Starr seguía cantando en mi oído. “Con una pequeña ayudita de mis amigos”. Eduardo, Diego y hasta Horacio y Noemi, todos contribuyeron. Se le presentó un “plan de pago” a Tato (algo insólito para un auto de tan escaso valor. La cuestión es que le entregué los 250 dólares a Tato y este, sin más ni más, me dio el título. “Vaya mañana a Motores y Vehículos y páselo a su nombre, yo le arreglo algunos detalles y a mediodía se lo entrego”, dijo el moreno dominicano.
El camino de regreso a la casa de Eduardo fue diferente. Volvía a saber lo que era sonreír. Pero esa noche seguí tirando periódicos con la camioneta de mi amigo, lo mismo que en la siguiente mañana.
Entonces sí, hice los trámites y todo estaba listo para colocarle las chapas a mi “nuevo” Camry. Tato estaba firme al lado del auto, con todo listo. En pocos minutos, las calles de Mine Hill, la ciudad adonde estaba el vehículo, me veían pasar, loco de contento. “Vuelvo a vivir, vuelvo a cantar”, aunque fuera una mala canción de Sabu.
Desde entonces, el Camry abuelito es mi compañía en las madrugadas en Randolph y en las mañanas a lo largo y ancho del condado de Morris. No da señales de vejez y espero que dure más que las seis semanas que duró el Saturn. Historias de inmigrantes. Increíbles historias de la vida real, más apasionantes que la mejor ficción. Pasan aquí y ahora.
Y seguramente se repiten por miles a lo largo y ancho de esta nación y de otras
receptoras de inmigrantes. La mano extendida es el santo y seña de todo inmigrante. Una vez y cuantas sea necesarias.
Lejos de la patria, los momentos de zozobra no faltan. Pero luego de comprobar una vez más que la solidaridad y la amistad crecen proporcionalmente a la distancia que uno ha viajado, queda simplemente aquello que canta el Sabalero. Lindo haberlo vivido ¡para poderlo contar!
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