Paysandú, Jueves 20 de Agosto de 2009
Locales | 16 Ago IBADAN, NIGERIA (Por Margarita Heinzen). Nigeria no es un destino de viaje habitual para los uruguayos, pero yo he venido a vivir a Ibadan, a 140 kilómetros de Lagos, porque mi marido está trabajando en el Instituto Internacional de Agricultura Tropical (IITA), organismo de investigación agrícola del CGIAR.
La experiencia está siendo apasionante. Nigeria es un país que te rompe primero la cabeza y luego el corazón. Es el país más poblado de África (140 millones de personas) y Lagos, con una población estimada en más 15 millones, está en la lista de megaciudades de Naciones Unidas. Como el sexto productor de petróleo del mundo, Nigeria debería ser el gigante económico de África, pero su población vive con menos de 4 dólares por día, importa todo el combustible que consume porque no existen refinerías de petróleo y ha tenido por siglos la reputación de ser uno de los lugares más caóticos y peligrosos del mundo.
Para ponerlo claro, como destino de viaje Nigeria está lejos de ser un lugar de vacaciones, hay muy poco para ver en el sentido convencional del turismo y es desastroso desde el punto de vista ambiental, con pilas de basura por todos lados, aguas contaminadas, sin infraestructura y los recursos naturales en peligro. No he encontrado mucho interés por preservar los legados culturales e históricos y no existe una industria del turismo como tal. Nada funciona y todo es seriamente dilapidado, hay frecuente escasez de combustible, electricidad o agua y el tráfico vehicular y la congestión humana son tremendos. Hacer el recorrido de Lagos a Ibadan (140 kilómetros) lleva cuatro horas si no se produce un inconveniente importante.
Al otro día de llegar a Nigeria arribé a Ibadan, la ciudad que los mapas dicen que queda a 7 kilómetros pero que llega hasta las mismas puertas del IITA, donde vivo. Cientos de miles de personas transitan a pie, en moto, en auto o en camión por estrechas calles pavimentadas con baches, verdaderas zanjas donde cualquier auto puede perder el eje y cualquier motociclista la vida. La gente se viste de forma tradicional, con hermosísimos vestidos y tocados las mujeres y pijamas coloridos los hombres. Algunas en vez del tocado almidonado se cubren a la usanza musulmana con burkas, velos negros o caperuzas de todos colores que, sin embargo, mantienen la severidad de cubrir por completo la cara de las mujeres. Otros también se visten como occidentales y las pelucas y extensiones están muy de moda entre las muchachas.
Todos son jóvenes. Muchos llevan cortes en la cara: verticales debajo de los ojos en los pómulos u horizontales a ambos lados de la nariz; una o varias cortadas, como las de los tumberos en los brazos, dibujan complicadas figuras o apenas una seña en los rostros. Son tradiciones que identifican etnia y lugar de procedencia y que se le hacen a los bebés, demorando la cicatrización para que la marca sea permanente.
Pero la omnipresente es la suciedad: montañas de basura se acumulan a los lados de la ruta o en cualquier calle. Incluso vi, el primer día en el país, el cadáver de un anciano abandonado. Mi esposo dice haber visto tirado el de un niño, ya gris por los días. Se pudren de a poco o los comen las ratas. La mugre y el desorden es la norma: las calles solo tienen pozos y vehículos “enloquecidos” que se tiran por delante o frenan bruscamente, sin señalización.
Da la impresión que el Estado no existiese: no se ve estructura institucional más que policías que abundan en las rutas con armas enormes y gesto severo. Es como si cada uno estuviera librado a su suerte en el medio de la selva, sin servicios, sin marco, sin nada. Existen pocos edificios de material y casi siempre son iglesias. Los ricos viven detrás de muros y alambradas y el resto de la multitud parece habitar en un gran cantegril de tablas y chapas. ¿De dónde sacan agua? ¿Qué servicios sanitarios usan? Casi todo ocurre en la calle. No hay saneamiento, solo canalones por donde circula un líquido oscuro. No hay tendido eléctrico, por lo que cada nigeriano tiene (si puede) motores generadores a nafta, para luego luchar a brazo partido contra las remesas de combustible.
Todo nigeriano vende algo y se vende todo, incluso lo que no les pertenece. Encontramos más de un cartel señalando “Esta propiedad no se vende”. Así como todo se vende todo se puede comprar en las calles, en las casetas, desde telas tradicionales a bolsas de nylon o computadoras, televisores y cremas importadas.
Ibadan tiene 3 ó 6 millones de habitantes, dicen, y el dato no es exacto porque los del norte musulmán hicieron el censo y los del sur cristiano argumentan que la estimación fue recortada para asignarles menos presupuesto. Nada es formal ni creíble. ¿No han recibido esos mails en que los invitan a compartir miles de millones de dólares depositados en no sé qué cuentas? Bueno, salen de acá, ¡y consiguen estafar incautos!
Esta región de Lagos e Ibadan es la región de los yorubás, que es de donde provienen las poblaciones negras de nuestra América. Desde siempre han sido pueblos de comerciantes y, según leímos, el tráfico de esclavos era habitual entre tribus, cuando llegaron primero los portugueses y luego los demás, y lo transformaron en masivo. Se estima que unos 30 millones de personas fueron enviadas a América desde estas costas y llegó solo la mitad.
Temprano en la mañana, sobre todo los fines de semana, se escuchan tambores a lo lejos, de sonido muy similar al candombe. En tanto, por ese chiquero de barro y basura circulan autos costosos de marcas europeas o japonesas, personas vestidas con ropa cara y hablando por celular. La gente en general es alegre y los niños parecen bien alimentados, pero ¡entre la mugre! Me pregunto cómo hacen para tener los vestidos limpios, planchados y almidonados. Lagos, por el contrario, es un abigarrado caleidoscopio de mundos en el que conviven “la Venecia de África”, donde miles de personas viven en palafitos sobre el agua, y los rascacielos y edificios ultramodernos de Rem Koolhas del mundo globalizado.
Este renombrado arquitecto sostiene que Lagos es el prototipo de la ciudad del siglo XXI en la que coexisten, con una fuerte lógica interna, la ciudad informal y la ciudad formal, en un congestionamiento humano de 4.500 personas por kilómetro cuadrado.
En este marco, el color lo pone la gente, no solo con los vestidos sino también con su alegría y afabilidad. Uno circula por los escenarios más dantescos con tranquilidad, viendo rostros que sonríen y niños que te corren al grito de oyibo (blanco). Algunos extranjeros que viven aquí hace muchos años me han dicho que nunca los han robado e incluso a mí dos veces me devolvieron el dinero que les di mal por ignorancia.
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