Paysandú, Sábado 05 de Septiembre de 2009
Opinion | 29 Ago Con la aprobación por la Cámara de Diputados, con los votos del Frente Amplio, del proyecto de ley que legaliza la adopción de niños por las parejas homosexuales, se ha dado media sanción a una iniciativa realmente controvertida --por los valores en juego-- y que trascienden el mero hecho de lo que se considera como opción sexual de los adultos.
Como el proyecto sufrió algunas modificaciones respecto al texto que había sido aprobado por el Senado el 15 de julio, deberá regresar a la Cámara Alta para que ésta acepte o rechace esas modificaciones, para lo que cuenta con plazo hasta el 15 de setiembre.
Realmente esta norma aparece como “de atrás de un árbol” a esta altura de la legislatura, pero va en línea con otras iniciativas que nacieron en este gobierno, aunque no con el mismo desenlace: la ley de despenalización del aborto fue promovida por la fuerza parlamentaria de gobierno pero vetada por el presidente Tabaré Vázquez y, en este caso, pese a que hubo algunas disidencias expresas entre los parlamentarios durante su consideración en comisión, todo el oficialismo terminó votando a favor, sin que exista algún anuncio previo de un eventual veto presidencial.
Ocurre que no estamos ante una problemática lineal sino ante una serie de elementos que no deben perderse de vista en el análisis, porque una cosa es la inclinación sexual de un individuo, y su derecho a vivir en plenitud según sus códigos y/o preferencias, incluso en pareja o contrayendo matrimonio con una persona de su mismo sexo si esa es su concepción de vida, y otra muy distinta involucrar en esta percepción personal la crianza de un niño.
Y precisamente se da la paradoja de que quienes legislan en favor de la adopción de un niño por una pareja homosexual son los mismos que ponen énfasis en que se debe defender a la niñez en todos sus aspectos y ponen el grito en el cielo cuando apenas se habla de bajar la edad de imputabilidad o buscar alternativas a la desastrosa situación de los niños internados en el INAU.
Pero si hay un hogar en el que un niño no debería crecer es precisamente el integrado por dos personas de un mismo sexo, desde que se verá sometido desde su más tierna infancia a una distorsión por su pertenencia a un hogar en el que no hay figura paternal o maternal, ya que no refleja la natural distinción entre sexos y sus respectivos protagonismos.
Por supuesto, no se trata de emitir juicios de valor sobre la persona que tiene tales inclinaciones sexuales y las ejerce en un régimen de plenas libertades individuales, desde que hay valores a destacar en todos los individuos por encima de cualquier discriminación por color de su piel, religión o inclinación sexual. De lo que se trata, y es lo que está ausente en el espíritu de la ley, es de tener en cuenta la formación del niño, que es el destinatario y leit motiv de los valores que se transmiten en un hogar.
Debe reconocerse que aunque se quiera presentarlo como una especie de desvío menor a considerar en un contexto de tolerancia y pragmatismo, la homosexualidad en sí exorbita los valores tradicionales de la sociedad, pese a que con el paso de los años se ha vuelto más tolerante y a esta altura pocas cosas pueden sorprendernos, en realidad.
El niño adoptado en un hogar de estas características se verá enfrentado a los riesgos de sufrir severos traumas y trastornos de personalidad cuando esté ante el desafío de insertarse en un mundo en el que la convivencia y relacionamiento entre seres humanos parte de la base de la diferencia de roles de las personas que integran parejas heterosexuales, en las antípodas del hogar de donde proviene, y que en su inocencia ante la vida lo veía como algo natural.
En todos los ámbitos de la sociedad, en los centros educativos, en rueda de amigos, las ironías, las burlas, las preguntas sin respuestas estarán a la orden del día, porque esa es la factura inevitable que trasladará la sociedad a los niños y jóvenes que pasarán a la vez a ser víctimas involuntarias de quienes legislan pretendiendo hacer el mundo según su manera de ver las cosas, sin tener en cuenta que la realidad es mucho más compleja; tanto, como la naturaleza humana.
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